sábado, 23 de octubre de 2010
UN ÍCONO ES UNA ENTRADA
El sábado 16 de octubre conocimos las herramientas del mapeo colectivo de la mano de Julia Risler y Pablo Ares, quienes brindaron un taller para una multitud que inundó el salón de usos múltiples de Ferrowhite y colapsó las mesas de trabajo. Y luego las pusimos en acto.
La consigna para arrancar a hacer los mapas (o mejor dicho para cargar de conocimiento cotidiano los planos que nos facilitaron en la oficina municipal de catastro) era pensar en las relaciones (y acaso en los distanciamientos) que existen entre Ingeniero White y (el resto de) Bahía Blanca. Pero eso fue sólo el comienzo.
En efecto, al momento de la puesta en común de las producciones, notamos que cada equipo de trabajo había abordado la ciudad (o parte de ella) de un modo particular. Y que las particularidades de esos modos estaban emparentadas con quiénes los habían construido: con sus formaciones, sus perspectivas, con lo cada quien creía significativo señalar.
Definir qué había que indicar y cómo había que trabajar supuso comprender a estos mapeos, en primera instancia, como un procedimiento. Un hacer que implicaba compartir pareceres, agregar o contrastar experiencias y, no menor, lograr conformar un discurso (y acaso una estética) común.
De ahí que llenos de íconos, atravesados con hilos, escritos y marcados con flechas de colores y, eventualmente, con alguna escultura en papel fueron algunas de las formas (los cómos) que adoptaron los diferentes grupos para hacer visibles distintas cuestiones (los qués).
Así, algunos grupos hicieron hincapié en los elementos que se repiten en distintos espacios de la ciudad o de un barrio y que determinan zonas, como la de las casas fisuradas en Ingeniero White o la de los espacios de la cultura que dependen del municipio. Otros hicieron marcas puntuales para señalar dónde estaba su casa de la infancia, dónde hay una antena de telefonía móvil o dónde se hacen habitualmente las manifestaciones. Y hubo grupos que a la precisión espacial le agregaron fechas concretas: ‘el asesinato de David ‘Watu’ Cilleruelo el 3 de abril de 1975 en la universidad’ o ‘la colocación del monolito que auguraba el advenimiento del polo petroquímico el 17 de noviembre de 1972’. Mientras algunos usaron el plano para confrontar lo hubo con lo que (ya no) está, y poner de manifiesto ‘todo lo que desapareció’, otros señalaron una ausencia diferente y repusieron los barrios periféricos que el recorte catastral no mostraba colocando los nombres Villa Nocito, Villa Caracol, Bajo Rondeau.
Luego del procedimiento de mapear, de traducir la ciudad real que conocemos parcialmente a una ciudad dibujada, el resultado siguió siendo un mapa, es cierto. Pero los mapas que resultan de esta instancia colectiva, no son herramientas que nos indican cómo llegar a tal o cual lugar, sino que sirven para comprender dónde estamos parados y con quiénes compartimos (y acaso disputamos) ese territorio. Estados de situación, de denuncia y de deseo, que derivan no de conocimientos especializados, sino de los saberes y de las experiencias cotidianas de quienes los construyen.
En ese sentido, los mapas ponen a disposición una mirada que nos acompaña a ver y reconocer la ciudad desde otro lado. Porque la experiencia de hacer los mapeos pretende que cuando volvamos a recorrer los trayectos que habitualmente transitamos, podamos reponer aquello que descubrimos colectivamente: los problemas que se repiten en varios barrios, los flujos que atraviesan la ciudad, las relaciones que existen aún cuando no se presentan como tales. Pensando tal vez que, habiendo construido la ciudad de papel, también podamos rehacer la ciudad que habitamos y construir la que queremos.
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