Cada año cientos de alumnos y docentes peregrinan hasta este confín. ¿Aprenden chicas y chicos en el museo? Nos gusta pensar que sí. Pero no estamos seguros de que sea eso mismo que les enseñamos forzando un poco la voz. Porque el museo no es un aula, y a partir de que los pibes ponen un pie acá, tampoco es sólo un museo. O esa es la apuesta a la hora de contar las andanzas del capital y las historias del trabajo: juntar a la escuela y al museo para poner en discusión las jerarquías entre "saberes legítimos" y "saberes profanos" que ambas instituciones suelen sancionar.
Cada visita representa entonces la oportunidad de crear el momento y el lugar adecuados para compartir algunas preguntas sobre el mundo que nos rodea y nos precede, apartándonos por un rato de los roles preasignados: ¿De dónde viene aquel tren? ¿A dónde va a parar este grano de trigo? ¿Quiénes hacen posible que todo eso suceda? ¿Y en beneficio de quién? Preguntas cuya respuesta provisoria depende, por ejemplo, de que los chicos tomen las herramientas y los trabajadores tomen la palabra, o de que pulamos entre todos nuevos instrumentos para conectar el presente con el pasado, lo inmediato con lo distante, cosas tangibles con procesos abstractos.
Pero no vayan a pensar que nos sale redondo o de taquito. Cada recorrido es un juego de ensayo y error. Del jardín a la universidad, de una escuela pública de barrio a un colegio privado del centro, la diversidad de grupos, puntos de vista e intereses es enorme. Hay quien se engancha pero también quien pasa por acá indiferente. Y está bien. La caravana de las escuelas nos atraviesa y a su paso modifica guiones y propuestas. Desde que el museo abrió, le seguimos buscando la vuelta. En definitiva: ¿Quién guía a quién, y hacia dónde, cuando se deja de guiar de memoria para intentar hacer de cada visita un suceso memorable?
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