El equipo de Ferrowhite se cuenta con los dedos de las manos. Somos justito diez para todo. Diez distribuidos en un predio descomunal que arranca en las vías, abarca un castillo y termina en el mar. Diez para eventos de cinco o de cinco mil almas. Si este no resulta el museo con menor densidad de laburantes por metro cuadrado del sur del continente le pega en el palo. En una institución con más áreas que personas, la atención del público nos toca a todos. El diseñador gráfico, la archivista, el montajista, la educadoras, este director, todos nos turnamos en la atención de las salas los sábados y domingos. Así que cuando los amigos de TyPA nos invitaron a esta mesa para conversar con ustedes sobre lo público y los públicos en los museos, lo primero que se me ocurrió fue compartir con ustedes estos apuntes tomados una tarde de domingo.
DÓNDE VA LA GENTE CUANDO LLUEVE
Este domingo no vino nadie a Ferrowhite. Bueno, casi nadie.
Este museo podría ser definido tanto por los objetos que aloja como por las personas que lo frecuentan, o mejor, por lo que nos imaginamos que todas esas personas pueden llegar a hacer cuando se juntan. A la posibilidad de ese encuentro está referida la amalgama inestable entre la palabra museo y la palabra taller. Pero el domingo llovió -"cayeron barretas de punta", dijo Zulema- y Ferrowhite quedó vacío. Un museo taller es una máquina de soñar identidades colectivas, una bicicleta en tándem que en días como este parece pedalear en el aire. Cosas que pasan. Digamos que el exceso de agua estropea el radical chic de nuestros mamelucos comunitarios, destiñe sus colores llamativos y va dejando ver, de a poco, la percha sobre la que están colgados. Y esa percha lleva el nombre del verdadero dueño de este boliche, dice “Estado”. ¿Un Estado infalible, "panóptico", total? No, un Leviatán cachuzo, argentino, siempre a medio hacer.
Porque la singular condición de posibilidad de este museo de los ferroviarios, de los alumnos de las escuelas, de los paseantes domingueros y de los ciudadanos “con conciencia social” es que sea al mismo tiempo “del Estado”. Todo junto. Una comunidad limando y a la vez mimando los barrotes de esa "jaula de hierro" fuera de la cual es probable que pocos sobrevivamos. A fin de cuentas, dice el ruido de la lluvia, un museo estatal es eso. Un lugar que sigue abierto cuando todos se han ido. Un espacio indiferente a la cantidad y a la cualidad de las personas que lo transitan. Estatal es la frase que brilla en la punta de la lengua del agente temporario que apostado en la entrada invita: “Pase, pase que acá no se cobra.” Estatal nuestra indignación frente al turista taimado que llega con los mejores días, ese que frena en la puerta e intenta dilucidar con un cogoteo si entrar vale una moneda o no: “Pase, señor, este es un museo para todos, incluso para usted.”
Y no está mal hacerse fan de ese universalismo municipal que algunos profesamos por acá, siempre y cuando no nos olvidemos que en la práctica las cosas no resultan del todo así -a Ferrowhite vienen muchísimas personas pero no todo el mundo y, claro, nadie se comporta del mismo modo-, y que en teoría tampoco. Porque atender un lugar como este supone, además, vivir bajo el asedio de un pensamiento fulero: aquel que sugiere que un museo es siempre un aparato en el que se reproduce el orden desigual de las cosas, o su justificación, o peor aún, sus “compensaciones simbólicas”, la victoria moral que se concede a los derrotados. Un sitio donde no para de fabricarse la aceptación de lo existente, aún a costa de su subversión imaginaria. Dicho esto, si no existe un afuera de las instituciones que nos constituyen, el asunto sigue siendo qué hacemos nosotros con ellas. ¿No te hacés unos mates?
Hoy no vino nadie, pero incluso un domingo como este, somos unos cuantos por acá. Al carrito que oficia de mostrador de entrada casi nunca faltan Pedro Marto, Zulema Soria, Cacho Mazzone, el chapa Orzali. Personas que no cobran un peso por entregarte este folleto, pero que hacen por nosotros mucho más. A ellos habría que preguntarles sobre el público de Ferrowhite. No sólo porque tratan con él sino porque hacen con el público y con la idea de “lo público” algo que, en un punto, estaría bueno aprender.
Con gorra y pinza de guarda, Pedro Marto entrega un boleto de tren a cada visitante. Después apunta, ceremonioso, en su cuaderno. Esta es la estadística que lleva.
Pedro anota a los visitantes del museo como si fueran tantos de truco. Pero hace algo más: pregunta a todo el mundo de dónde viene, cómo se llama, qué tal la está pasando. No sabemos bien cómo, pero le saca charla hasta a las piedras. A veces convida un mate y si sos una chica, por ahí te saca a bailar. Es que para Pedro no existe el público, ni siquiera los públicos. Para Pedro hay vecinos. Importa menos si ese vecino viene de la mismísima China, es siempre un amigo por ganar.
A mi universalismo de empleado estatal Pedro parece responder con una suerte vecinalismo cósmico. En su actitud, sin embargo, hay menos candor del que parece. Pedro te entrega un boleto, que por cierto es trucho, fingiendo ser un guarda de tren que nunca fue. Para muchos es el ferroviario de Ferrowhite, pero Pedro nunca fue ferroviario. Fue mil otras cosas: estibador, candidato a concejal, extra de cine en una película de Armando Bo y asistente de payaso en un circo. Pedro anota visitantes como tantos de truco porque su rutina pone en juego algo de la astucia del tahúr. Mostrarse simpático y entrador resulta un modo de ganarse la vida. ¿Aprende el museo algo de él? Quizás Ferrowhite encuentra su público ahí donde logra que el público deje de serlo. Es decir, cuando de ese conjunto abstracto, encuestable, segmentable en nichos de población o de mercado, que llamamos "público" emergen nombres propios y con ellos historias, y entre esas historias la posibilidad de trazar itinerarios que convergen, con algo de suerte, en un hacer común.
En estos desvaríos había extraviado mi cabeza cuando de la tormenta emergieron Nilda y Adriana, y con ellas Aaron, Eric, Guillermina, Gonzalo, Luciana, Valentina, Verónica y la pequeña Zoe, trayendo consigo una definición con la que, por el momento, puedo pactar: este museo estatal y a la vez comunitario es un paraguas, un artefacto debajo del cual te podés meter si la cosa se pone fea, un refugio provisorio ante las formas de intemperie que una civilización sin afuera se entretiene en prodigar. Eso. Cuando por fin la tormenta paró, salimos al parque y les saqué esta foto.
A mi universalismo de empleado estatal Pedro parece responder con una suerte vecinalismo cósmico. En su actitud, sin embargo, hay menos candor del que parece. Pedro te entrega un boleto, que por cierto es trucho, fingiendo ser un guarda de tren que nunca fue. Para muchos es el ferroviario de Ferrowhite, pero Pedro nunca fue ferroviario. Fue mil otras cosas: estibador, candidato a concejal, extra de cine en una película de Armando Bo y asistente de payaso en un circo. Pedro anota visitantes como tantos de truco porque su rutina pone en juego algo de la astucia del tahúr. Mostrarse simpático y entrador resulta un modo de ganarse la vida. ¿Aprende el museo algo de él? Quizás Ferrowhite encuentra su público ahí donde logra que el público deje de serlo. Es decir, cuando de ese conjunto abstracto, encuestable, segmentable en nichos de población o de mercado, que llamamos "público" emergen nombres propios y con ellos historias, y entre esas historias la posibilidad de trazar itinerarios que convergen, con algo de suerte, en un hacer común.
En estos desvaríos había extraviado mi cabeza cuando de la tormenta emergieron Nilda y Adriana, y con ellas Aaron, Eric, Guillermina, Gonzalo, Luciana, Valentina, Verónica y la pequeña Zoe, trayendo consigo una definición con la que, por el momento, puedo pactar: este museo estatal y a la vez comunitario es un paraguas, un artefacto debajo del cual te podés meter si la cosa se pone fea, un refugio provisorio ante las formas de intemperie que una civilización sin afuera se entretiene en prodigar. Eso. Cuando por fin la tormenta paró, salimos al parque y les saqué esta foto.
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