Hacia finales del 1600, Bartolomeo
Cristófori construye un instrumento muy similar al clavicordio pero con una modificación
sustancial: unas piezas de madera con forma de martillo recubiertas de cuero
para hacer vibrar las cuerdas. Lo que introduce es una serie de mediaciones:
una tecla activa el martillo, este golpea la cuerda y rebota inmediatamente, dejando
vibrar a la cuerda libremente. Así nace el piano y su nombre proviene de
“piano-forte” (“suave fuerte” en italiano), porque el volumen y el tono del
sonido variaban según como fueran presionadas las teclas. Pero su genealogía es
mucho más extensa: llega por lo menos hasta la cítara, hace como tres mil años.
El piano moderno no hace más que continuar con (y transformar) el gesto musical
más primitivo de percutir.
El invento permanece relativamente desconocido hasta que otro italiano escribe un artículo
entusiasta sobre él, al que acompaña con un diagrama de su mecanismo.
Con la imprenta de aliada, la información -y la posibilidad de la réplica- se
difunde con rapidez y entre los años 1760 y 1830 la fabricación de pianos se
expande a la vez (y a consecuencia de) que proliferan los compositores que dedican obras al nuevo instrumento. Bach lo
conoce hacia 1750, en el ocaso de su vida. Brahms nace en 1833. Entre ambos
se encuentran Mozart, Haydn, Beethoven, Chopen, Liszt, por mencionar algunos
apellidos de los que nos resultan más conocidos. Aunque la lutería de pianos no
deja de ser artesanal y la industria crece a medida que los discípulos se
independizan de sus maestros y fundan talleres en nuevas ciudades, la
revolución industrial aporta el hierro fundido para partes de la estructura y
el acero para las cuerdas, lo que da lugar a un sonido más potente y sostenido.
Tras toda esta deriva, el piano se vuelve un instrumento de las clases
acomodadas europeas del siglo XVIII y XIX. ¿Y a Argentina, cómo llega? ¿Acaso
vendrá de la mano de la modernización que el liberalismo de fines del siglo XIX
propone junto con la ecuación de tierra arrebatada a los pueblos originarios,
capital inglés y trabajo inmigrante? ¿Será el piano el órgano que toque el
himno al progreso y la civilización?
En la casa de nuestro amigo Roberto
Orzali, alias Flying Fish (o Pez
Volador), hay un piano marca Zimmerman. Un capitán se lo trajo a su abuelo
paterno, que se llamaba igual que él (¿o al revés?):
Los capitanes eran amigos de mi abuelo, y mi
abuelo los invitaba a la casa, en ese tiempo mi abuela tenía gallinas, pavos,
tenía toda clase de animales; enseguida mataba una gallina, mataba un chancho,
mataba un pavo y hacían unas comilonas en la casa de ella, mucho brandy y amistades
entre mi abuelo y los capitanes, tal es así que le prometió un piano y se lo
trajo de Leipzig, Alemania, y lo desembarcó en el puerto de White[1].
Evidentemente, las comilonas de
la abuela Marta Trotti bien valían la pena de traer un piano desde una ciudad como
Leipzig, que no tiene salida al mar. La promesa se cumplió y el piano fue a
parar a las colonias ferroviarias que se encontraban debajo del puente La Niña
del lado del Boulevard Juan B. Justo. Roberto Orzali era Jefe de la estación ‘Ingeniero
White’ del Ferrocarril Sud (FCS) en un momento en que la empresa no sólo
administraba el ferrocarril, sino también los muelles, las dragas, los
elevadores de granos y hasta las primeras usinas. Orzali era un ferroviario con
mucha relación con el mar.
Foto: Archivo Fotográfico Museo del Puerto de Ingeniero White (Número de inventario: MP1246)
En esa época no sólo el puerto se estaba construyendo, al mismo tiempo se estaba armando el pueblo. Y más allá de la idea mítica –y a la vez industrialista- “del crisol de razas” (del cucharón que llevaba fundido no sólo el hierro sino también a las identidades nacionales en una flamante “argentinidad”) la organización social comenzaba por las parcialidades, es decir, la gente se iba aglutinando en función de lo que tenía en común, y en aquel tiempo prevalecía el lugar del cual provenían, y sobre todo el idioma que hablaban. Los italianos fundan en 1903 la Sociedad de socorros mutuos y en su sede de calle San Martín no construyen un salón de reunión, levantan incluso un teatro.
También los ingleses, no tan
numerosos como los italianos pero con más contactos, construyen sus propias
instituciones (la mayoría de ellas en Bahía Blanca). En 1908, se crea en White
el instituto Mission to Seamen, cuyo objetivo era “brindar entretenimiento y
asistencia espiritual a los marinos sajones que recalaban en el puerto”[2].
En 1916 en terrenos del FCS (debajo del puente la Niña, pero del lado de White)
se construye con “fondos aportados por la colectividad” un edificio de chapa y
madera que funcionaba como un bar, una iglesia anglicana (se trata de la
capilla obrera que ahora está en el Boulevard) y se habilita en las
inmediaciones una cancha de fútbol. Deporte, religión y un poco de bebida para
hacer sentir a los marinos ingleses que recalaban en estas aguas un poco más
cerca de casa.
Misión to seamen, ‘misión’ quiere decir ‘casa
del’, ‘seamen’ es ‘marinero’ y misión viene a ser el lugar donde se concentran
los marineros (…) había mucha afluencia por la cantidad de barcos que había en
el muelle de Ingeniero White, porque realmente eran cantidades de barcos que cargaban,
estaban 20 días cargando, porque antes los trabajos eran diferentes, eran más
tardíos, ahora un barco te carga en un día y se va, pero en aquel tiempo se
necesitaba mucha gente abordo, y se tardaba más (…) y al estar tanto tiempo,
los marinos iban a la Misión to Seamen a jugar al billar, a tocar el piano, a
charlar. [R.O]
Nidia Miguens entró una sola vez a
ese lugar junto con su padre Alberto y “Míster Porter”, cuando, hacia finales
de la década de 1940, estaban levantando (desmantelando) la Misión:
De ahí nos dieron esos juegos, los patines,
el juego ese de la pelotita [tipo flypper] y después otro que vos ponés todas
las letritas vas armando palabras cruzadas [tipo Scrabble], nada más qué
inconveniente tenía, que tenía muchas más consonantes que vocales por el idioma
(…) Y hasta el perrito Mac que había llegado en un barco de guerra y no lo
pudieron subir más. (…) Y nos regaló el piano, todo eso debe ser como una
gratificación por la ayuda que había hecho mi viejo durante la época de la
guerra que clasificaban, preparaban cosas para mandar al frente y sobre todo a
Inglaterra[3].
Alberto Miguens también fue
ferroviario del FCS. Trabajaba en Estación Sud, en la parte de la Administración
y estaba muy cerca de los jerárquicos ingleses. Cuando en 1948, el Estado
Nacional compra las empresas ferroviarias extranjeras y se proyecta una “nueva
ordenación de cosas en los Ferrocarriles Nacionales (…) que hace necesario
introducir cuanto factor de economía sea posible para que la explotación de la
industria del riel se desenvuelva dentro de los límites financieros
razonables”, y el Superintendente de Tráfico Arthur Coleman es cordialmente
invitado a jubilarse (lo que tal vez podría integrarse a la genealogía de los “retiros
voluntarios”), Alberto Miguens aparece como el candidato a sucederlo. “(…) Convendría
que el Sr. Alberto Miguens asuma la Representación transitoriamente a partir
del 16-1-1949”, manifiesta el Gerente General Interino J. R. Luis en una carta
del 29 de diciembre de 1948.
Coleman le responde con otra carta el 8 de enero de 1949 destacando “el acierto del nombramiento del señor Miguens, en quien he podido comprobar durante su actuación, una gran laboriosidad, competencia y cumplimiento en el desempeño de sus tareas, lo cual, a mi juicio, lo señala como a un elemento muy digno de tomarse en cuenta en la proyectada reorganización ferroviaria.”[4]
Él queda en el cargo, porque lo proponen,
viste que está en el libro, y está pero bueno, viene la corriente nueva, y a mi
viejo lo dejan (…) lo pasan al cargo más bajo, así como a
mesa de entradas, porque además estaba fichado por su ideología política que
era la opuesta al peronismo en ese momento. Se decía y después fue reconocido,
que Perón venía como freno a todo un movimiento que venía, que vino de Europa
de posguerra, anarquistas, socialistas, comunistas, inclusive parientes nuestros
estuvieron presos en esa época, eran los únicos perseguidos. (…) Y se enferma,
se enferma, se enferma. [N.M]
Roberto Orzali abuelo no toca el
piano. Quien lo va a tocar va a ser su hijo, Oscar y más tarde, cuando este se
case su esposa, Isabel Siepe, y todxs lxs chicos y chicas de White que tomaron
clases con ella. Pero Oscar no sólo toca el piano de su casa. Interpreta la
música de las películas mudas que se proyectaban en el cine Jockey Club, hace
la “hora del té” en el Hotel Ocean, se convierte en el célebre pianista de LU2
que acompaña a los artistas de Buenos Aires, funda su orquesta característica,
toca en varias típicas y de jazz. Y algunas veces toca el piano de la Mission
to seamen. ¿Qué melodías habrá interpretado ahí? ¿A quién habrá hecho bailar?
Nidia también aprende piano y se
recibe de profesora, como Isabel y como tantas otras mujeres. Porque, una vez
introducido, el piano se vuelve parte de la educación complementaria de las
niñas de elite y más tarde de clase media. Pero después empieza la universidad,
estudia química siguiendo los consejos de su padre que le decía que era “la
ciencia del futuro” y deja de tocar. El piano queda en la familia y serán sus
hijxs y nietxs quienes lo harán sonar.
Hace unos meses se pone en
contacto Laura de la Fuente, hija de Nidia Miguens. Me dice que lo estuvieron
charlando mucho en familia, que averiguaron una vez más para repararlo y que es
muy complejo y costoso, que ya nadie lo va a tocar en su casa porque tienen
unos teclados más modernos y, que saben que en el museo lo vamos a cuidar, que
“qué mejor que esté ahí”. Que sí, que se decidieron, que si encontramos la
manera de trasladarlo, nos donan el piano Römhildt hecho en la ciudad de Weimar,
el que estaba en la Misión.
Roberto Orzali nieto no entra en
el ferrocarril, tampoco toca el piano. Se hace marinero y se hace a la mar. Por
eso Roberto conoce a Horacio Waiman, el fletero que una mañana todavía de frío
va hasta la casa de Laura a buscar el piano para llevarlo al museo. Juntos
trabajaron en la Dirección Nacional de Vías Navegables y luego en la empresa
holandesa Boskalis. “Una buena persona”, sentencia Roberto.
Allá por el año 1880 (y tal vez en
la ciudad de Weimar, donde murió), el filósofo y poeta Nietzsche escribió: “No
hay ningún órgano de la ‘memoria’: todos los nervios, por ejemplo, los nervios
de una pierna, piensan experiencias anteriores. Cada palabra, cada número es el
resultado de un proceso físico que ha sido fijado en los nervios. Todo lo que
en los nervios se ha hecho anorgánico sigue viviendo en ellos. Hay ondas
concentradas de excitaciones en las que esta vida aparece en la conciencia,
cuando recordamos”[5].
Como partes del todo orgánico que
es el piano, son las teclas averiadas, las cuerdas desafinadas y el suave terciopelo
de sus asientos, lxs que piensan experiencias anteriores. En ellxs están
“cosificadas” la paciencia del ensamblaje del luthier, el hollín en el aire del
barco que zarpa, el traqueteo de las mudanzas, la copa de brandy que golpea y chorrea
sobre su caja de resonancia. Con cada nota, un cúmulo de recuerdos resuena. Con
cada nota, el piano Römhildt que vino de la ciudad de Weimar a parar al puerto
de Ingeniero White, recuerda. “Las cosas pulsan nuestras cuerdas, pero nosotros
ponemos la melodía”, nos advertiría Nietzsche. ¿Seremos capaces de interpretarla?
[1]
Entrevista a Roberto Orzali, 9 de septiembre de 2017 (Archivo Oral Ferrowhite).
[2]
Monacci, Gustavo, La colectividad
británica en Bahía Blanca, Bahía Blanca, Universidad Nacional del Sur,
1979, p. 25.
[3]
Entrevista a Nidia Miguens, 24 de octubre de 2015 (Archivo Oral Ferrowhite).
[4] Coleman, Arthur, Mi vida de ferroviario inglés en la Argentina. 1887-1948, Bahía
Blanca, Panzini, 1949, pp. 603, 604.
[5]
Nietzsche, Friedrich, Aforismos y otros escritos
filosóficos, Buenos Aires, Ediciones Libertador, p. 32.
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