Es enero y la ciudad se aquieta y se vacía. Entra en una
suerte de hibernación por el efecto del calor. Sin embargo, debajo de esa
aparente calma, hay un movimiento incesante. Acá en el museo, visitas foráneas
conviven con trabajo interno.
En estos días recibimos turistas de Bariloche, Tandil y
Buenos Aires, de Tornquist, Neuquén y Costa Rica, de Comodoro Rivadavia,
Ushuaia y Corrientes. Nos visitan quinceañeras que eligen al castillo como
locación para una sesión de fotos y también llegan del Registro de Imágenes de
Buenos Aires en busca de sitios de interés turístico de la provincia.
Una mañana, Leonardo Schawm, que trabajó más de veinte años
en esta usina, se acerca con su familia que está de viaje, y en un periquete
repasa todas las secciones por las que pasó y las chanzas que se hacían en el
taller. Otra, el Gringo Mazzucatto, que estuvo en la termoeléctrica hasta que
le llegó el telegrama de despido, llega con sus compañeros de la Municipalidad para ayudarnos a
solucionar un desperfecto eléctrico.
Mientras, otras acciones menos visibles pero no por ello
menos importantes se suceden. Tienen que ver con el “mantenimiento”, con
aquello que se hace para que el museo siga marchando. Como una locomotora a la
que se le hace el alistamiento periódico, el museo a su modo también entra en reparaciones.
Es el momento de fumigar y desratizar, de descongelar
heladeras y freezers, de ordenar estanterías y alacenas. En el verano tienen
lugar estas tareas regulares, pero también otras un poco más extraordinarias
como la reparación de la membrana de los techos que se llovían desde hace
algunos años.
Jonatan y El Ruso soportan en las alturas el reflejo de la
membrana asfáltica mientras abajo los compañeros de Electricidad y Mecánica y
más luego de Alumbrado Público se vuelven detectives buscando las fallas que
nos dejaron sin luz. Una zapatilla en corto y un cuis que mordió un cable de
alimentación, son los resultados de la investigación. En ellos resuena el eco
de los gatos que había que espantar del castillo por temor a que, intentando
cazar palomas, cayeran arriba de un transformador y dejaran a la ciudad a
oscuras.
En el Prende, se reanudan los encuentros de mujeres para
imprimir y coser cartucheras y bolsas que portan la pregunta ¿Qué pasa que no pasa? Por momentos, el
taller se vuelve una escuela de oficios. Analía llega con sus herramientas de
trabajo y junto con ellas trae la experiencia de trabajo en Torello, donde
fabricaba pantalones. Es la encargada de poner en marcha la remalladora que recibimos
como contraprestación de un trabajo de impresión de remeras para la Delegación
de Ingeniero White. Yesica y Julieta reciben las primeras clases de costura y
entre todas se estudia cómo hacer el dobladillo o a qué distancia poner las
correas. ¡Eureka, tenemos el prototipo de la bolsa!
En otro lado, Stella, Camila y Silvia cortan e imprimen las
cartucheras a dos colores poniendo en práctica lo que aprendimos en el taller
de mesa lineal del año pasado. Al fondo, Katy con su nieta Fran acomodan la
alacena de insumos y alimentos. En los descansos, las Amigas del Castillo y del
Prende seguimos pensando colectivamente cómo ayudar a la familia Celaya que
perdió su casa en un incendio.
Afuera, Roberto y Zulema cortan el pasto y riegan
cuidadosamente los rosales hasta tanto se repare el riego eléctrico, mientras
que Emilia averigua desde la oficina proveedores y presupuestos para realizar
esa tarea.
En los tiempos libres de la rutina de trabajo, y al calor
del verano porteño, incubamos algunas ideas para este año: un mueble de archivo
de transparencias para el Prende, un taller comunitario de baldosas, un mural
dedicado a Celestina, la Reina del mar.
Como verán, en Ferrowhite se transpira la camiseta.
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