lunes, 29 de junio de 2020

CIEN DÍAS

Llevo 100 días sin ir al museo. Ni el triple de las vacaciones más largas duraron tanto. Es la primera vez en 15 años que estoy tanto tiempo alejada de mi lugar de trabajo. Con más vértigo que asombro, noto cómo ese lugar se volvió, de algún modo, mi casa. 

Como cuando llegaba el boletín de calificaciones de la escuela, terminar el primer trimestre de la cuarentena invita a hacer una suerte de balance. Lejos de la idealización, me doy cuenta de lo que echo de menos de la tarea cotidiana. Vestir el mameluco de Ferrowhite, revisar el orden de las fotos que van en la valija y salir a la espera de los contingentes de chicxs justo cuando la escarcha se levanta. El bullicio, las carcajadas y hasta el olor a papa frita en el Prende durante el pic nic con el que habitualmente despedimos la mañana en el museo. Extraño quedar cansada de poner el cuerpo y el afecto durante dos horas varias veces a la semana en lo que llamamos las “visitas educativas”.

   
Hace un par de semanas, mientras andaba en bicicleta, pasé por una plaza y vi los juegos rodeados de cintas de PELIGRO. Pensé, parafraseando a lxs amigxs de ABTE, que sin niñxs -como sin ancianxs- la ciudad como experimento social de estar juntxs, es un embole. Sin el juego o la contemplación sin tiempo, la experiencia ciudadana se reduce a los modos y criterios de la productividad económica. Aburre no cruzarse con personas que nos recuerdan que la vida no es sólo trabajo, aunque en una sociedad capitalista como la nuestra, para quienes somos obrerxs como yo, se haya vuelto fundamental (y no tenerlo, un garrón).

Hoy apenas unas baldosas separan ‘mi casa’ de la ‘oficina’. Duermo un poquito más, pero apenas tardo unos minutos desde que me lavo la cara, preparo el mate y ‘me conecto’. En la era de la información, el trabajo depende cada vez más de la comunicación virtual y se inmiscuye en la intimidad de quien trabaja. Se filtra en el ‘teléfono personal’, no tiene horarios precisos y requiere de una disponibilidad mental y emocional difícil de regular. Las salidas de la fábrica como la que los hermanos Lumière registraron en 1895 ralean, porque el límite entre dentro y fuera del trabajo se ha vuelto cada vez más difuso.

Me doy cuenta de que extraño la distancia, que es precisamente lo contrario al distanciamiento social. Es decir, la distancia como el trayecto a ser recorrido de un punto a otro para llegar al encuentro y lo inesperado que puede aparecer en el camino. El viaje eterno y apretujado en la 500, la vuelta en auto con algunx compañerx. Extraño al museo como espacio público de la diferencia. Como ese lugar que permite salirnos de la mismidad que en cierto modo es cada familia, al encontrar otra espacialidad, otras personas, objetos de otros tipos o tiempos y confrontarse acaso con otras realidades.

El viernes 19 de junio, junto con amigos docentes y estudiantes del Profesorado de Educación Primaria del Instituto de Formación Docente “César Avanza”, nos encontramos en este plano virtual para reflexionar sobre las “salidas educativas” en Ciencias Sociales y las relaciones entre escuelas y museos. En pleno aislamiento social, paradójica y necesariamente, hablamos de salir, y no hicimos más que juntar ganas de encontrarnos cuando pase la cuarentena.

Acá la conversa virtual con Oscar Benítez Jara del ISFD Nº3 y Gastón Concetti, de la EEP Nº1 de Bahía Blanca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario