En Ferrowhite, esta idea un poco abstracta intenta adquirir la materialidad concreta de un hacer compartido. Es eso lo que está detrás de las viejas herramientas que el museo conserva. Pero también de esas otras que se inventa. Una trama de colaboración, saberes y afectos que la pandemia nos exige reimaginar a distancia. Ferrowhite tuvo que cerrar sus puertas al público, pero aprendió a meterse por debajo de la puerta de sus vecinos. El museo de los trenes cerealeros se convirtió en un sobre con semillas que echaron raíz en más de 40 patios de todo el puerto. En algunos, se improvisan invernaderos. En otros, se trasplanta. En otros, ya se cosecha. Y en cada uno lo que germina no es sólo la acelga y los tomates, o la posibilidad de comer más barato y variado, o la memoria de una habilidad que no supimos heredar de nuestros abuelos, sino el resultado de un aprendizaje conjunto. Por eso, aunque no porten etiqueta ni número de inventario, esas plantitas sobre el surco representan piezas privilegiadas de este museo.


Acaso logremos comprender que la irrupción de este virus no es un hecho casual, sino el resultado de un modo de producción y acumulación de las riquezas que es, también, un modo de relación predador con el ambiente. Y tal vez terminemos de entender que no hay actos individuales que logren mantenernos a salvo cuando se produce un desbarajuste semejante. La pandemia puso en el centro de la atención pública el cuidado de la vida, y la idea de que ese cuidado no es sólo personal sino colectivo. Pero estas no son certezas ganadas, sino sentidos en disputa. En tal situación, tanto el Estado como las comunidades tienen la chance de renovar su protagonismo. Y puede que nuestro modesto museo municipal encuentre en la articulación de ambas instancias una tarea por cumplir.

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