martes, 20 de febrero de 2007

EN INGENIERO WHITE HAY CIENTOS DE MUSEOS FERROVIARIOS

Ana Miravalles, Marcelo Díaz, Nicolás Testoni



Ferrowhite es un museo que aloja herramientas y útiles recuperados tras la privatización y el desguace de los ferrocarriles en Ingeniero White, Bahía Blanca y su región. Estas piezas, provenientes de distintos talleres y dependencias, conforman una suerte de rompecabezas. Saber cómo y para qué se utilizaban esas herramientas, de qué modo se organizaba el trabajo en el que se empleaban, y por sobre todo, quiénes las utilizaban, depende en gran medida del relato de los propios trabajadores ferroviarios. De allí que una de las actividades básicas del museo sea la realización de entrevistas. Lo que en esas entrevistas aparece, sin embargo, es mucho más que información técnica. Cada voz testimonia una experiencia y va tramando con las otras una compleja red de identidad y disenso, de solidaridades y conflictos. Esa red, podría pensarse, es el retrato vivo que una comunidad hace de sí misma. Hoy, sin embargo, tal comunidad ha dejado de ser un dato, algo que podamos dar por descontado. La reducción del ferrocarril a la medida de los intereses de sus concesionarios privados es una de las principales razones históricas por la que el sentido del término “comunidad ferroviaria” se haya vuelto también una suerte de rompecabezas. Por eso la otra actividad básica y continua del museo es la puesta en circulación de estos testimonios a partir de su cruce con múltiples soportes y lenguajes: cuadernos, volantes, videos, muestras, performances, instalaciones y, últimamente, obras de teatro intentan la apertura de un espacio de aparición de relatos colectivos que permita descubrir, tras las palabras, o por las palabras, un espacio para la acción común.

Una memoria colectiva sería en principio plural. No solo en cuanto a sus contenidos -todos los ferroviarios cuentan historias distintas-, o a sus formas -hay historias que todos cuentan, pero nadie las cuenta igual-, también en términos de los recursos y procedimientos que se ponen en práctica: en Ingeniero White hay cientos de museos ferroviarios. Osvaldo Ceci tiene uno, debajo de su cama. De allí salen cajas con capertas repletas de volantes, boletines y cartas de reclamo acumulados durante más de treinta años de militancia partidaria y sindical. Y allí acude Osvaldo, que era jefe en el galpón de locomotoras de Ingeniero White, cuando tiene que explicarnos el Plan Larkin, las huelgas del ’58 y el ’61. Una sola frase, en su voz potente, vuelve todos esos papeles documentos de candente actualidad: “Aún no está escrito que no se pueda ganar”.

El museo de Mario Mendiondo, soldador, está en otra parte. Todos los domingos después de almorzar, Mario sale de su casa y recorre 20 cuadras a pie hasta llegar al cementerio. Allí visita, puntual, las tumbas de sus amigos y conocidos ferroviarios. Son más de doscientas. La historia del ferrocarril que Mario cuenta varía con el itinerario elegido. Lo que importa, dice, es el propio movimiento, mantener ágiles las piernas y la cabeza. Su museo no es el cementerio sino esa costumbre de recorrer recordando.

El museo de Pietro Morelli, carpintero del galpón, comienza (o termina) con una placa radiográfica: “este es mi corazón”, y continúa con los pedazos de durmiente de quebracho y viraró que conserva en el taller de su casa. La radiografía registra el esfuerzo tremendo de trabajar con esas maderas cuando en el galpón no había sierras eléctricas, y todo tenía que hacerse a serrucho. Aunque el recorrido por el museo Morelli incluye también la madera de una guitarra de sonido dulce -“Yo quise ser carpintero porque quería hacerme una guitarra”-, la de Pietro no es la historia de un cantante frustrado, es la de quien siguió cantando después de que el bocinazo de una locomotora Baldwin le destrozara un tímpano. Los objetos que Pietro guarda están ahí para recordarnos que sin haber sido jamás escrita, esa historia se encuentra ya, en cierta manera, grabada en su cuerpo. Cada memoria supone un modo de conservar o recuperar el pasado y un modo de utilizarlo, de actualizar ese pasado en el presente. La posibilidad de lo común estaría en ligar, no de una sino de mil maneras, el pasado al presente y el futuro.

“3951 Jilguero, 3961 Mirlo, 3952 Tordo, 3962 Cóndor, 3953 Churrinche, 3963 Águila, 3954 Chajá, 3964 Flamenco, 3955 Chorlito, 3965 Martineta, la 3956 Ruiseñor, 3966 Cardenal, 3957 Charrúa, 3967 Calandria, 3958 Picaflor, 3968 Gaviota, 3959 Golondrina 3969 Zorzal, 3960 Ñandú , 3970 Garza.”

Lo anterior no es la cita de un poema experimental, es una lista de nombres de locomotoras a vapor en la voz de Pedro Caballero, ferroviario de memoria prodigiosa. Pedro llega al museo en bicicleta, dona las más variadas revistas, innumerables herramientas del galpón que ha guardado muchos años en el patio de su casa, y habla con nosotros. Horas y horas. Pedro no sólo recita los nombres de las “vaporeras” que dejaron de circular en los ‘70, también el de los ministros desde el primer gobierno de Perón hasta el presente, el de los intendentes de Bahía Blanca desde el ‘45 hasta el presente, y el de los compañeros fallecidos en los últimos años tanto del galpón de locomotoras como del taller Maldonado (“...todos los que se murieron, los voy llevando en un cuadernito”). Pedro cultiva un proliferante “lirismo de archivo” (suponiendo que algo así pueda existir), un placer por enhebrar palabras y objetos en catálogos orales ritmados (¿alguien recuerda el recuento de las naves aqueas en la Ilíada?). Todos admiramos su memoria y su velocidad para engarzar un nombre tras otro sin aparente esfuerzo. A Pedro lo apasiona la historia, y lo demuestra de ese modo, espectacularmente, agregando como en una coda: yo me acuerdo de todo, y hasta él mismo se asombra al decirlo. Pero la memoria de Pedro Caballero luce, más que en esos listados (que si por un lado ordenan y conservan datos, por el otro borran particularidades) en el fechado preciso de acontecimientos de todo tipo (práctica más extravagante, y en principio, inútil).

La costumbre de Pedro de recordar con precisión y no dejar detalle fuera tiene, al parecer, dos movimientos: comienza por fechar lo extraordinario (el choque de una locomotora con un auto que traía dos ministros, día y hora exactos) y continúa en el deseo de volver extraordinario todo lo que fecha (la última vez que viajó a Buenos Aires hace un mes, hora exacta de partida y llegada, temperatura y cantidad aproximada de kilómetros recorridos a pie desde Constitución hasta el Monumental de Nuñez). Desde su pasión desbordante por la historia, alimentada por revistas semanales y enciclopedias, Pedro desemboca en la poesía. Y esa pretensión que parece inocente (recordar todo, y para hacerlo, singularizar todo) es profundamente subversiva, es la voz del que no deja que la historia se vuelva una sucesión de acontecimientos que se encadenan “naturalmente”. ¿Quién es capaz de acarrear cuatro tornillos y una llave inglesa de fabricación industrial y donarlos al museo diciendo “esto es histórico”? Pedro Caballero ¿A quién le importa que no se olvide el nombre de todos los ferroviarios que trabajaron en el galpón de locomotoras? a Pedro Caballero. Porque el reverso de las series que se recitan es la extrema precisión que singulariza. En vez de mil doscientos ferroviarios: Aliaga, Alonso, Marcaccio, Samataro, y así... No es que la memoria de Pedro trabaje desde el absurdo, todo lo contrario, se apoya en algo semejante a lo que Duchamp consideraba lo “infradelgado”, que es aquello que en un mundo que masifica y produce objetos en serie hace de cada cosa algo único e irrepetible. Lo “infradelgado” no es un atributo de las cosas aisladas, es producto de una relación. ¿Y no es acaso necesario contemplar miles de razones económicas, tecnológicas, políticas, climáticas, psicológicas, azarosas, etc, para que se produzca ese acontecimiento único que es su llegada a Buenos Aires y su caminata hasta la cancha de River? ¿No es eso algo digno de asombro? Pedro recorre el ruido de la historia, lo que ya no se escucha, y de ahí trae objetos, nombres, historias. Por eso no debería sorprender que tras el vozarrón épico de Osvaldo Ceci repasando treinta años de lucha ferroviaria, asome la voz de Pedro Caballero contando la vez que en el andén lleno de ferroviarios un gorrión se paró en la cabeza del legendario Samataro, y todos se quedaron un instante inmóviles y en silencio, “a las dos de la tarde”. Tras el haiku ferroviario, el dato preciso. Porque lo que el acontecimiento tiene de irrepetible e irreductible al sentido, también lo tiene de datable: no fue a la mañana, no fue a la noche, no fue en el campo; fue en el andén, a las dos de la tarde, el momento exacto en que tantas variables confluyeron para que suceda lo extraordinario, lo que no estaba en los planes de nadie, y un gorrión suspendiera el movimiento del mundo. Y así como un gorrión pudo parar la respiración de tantos ferroviarios en un andén (ahora imaginamos que es la voz de Ceci la que retoma el relato), también unos cuantos miles de ferroviarios y sus familias, perseguidos, reprimidos y encarcelados por el ejército, pero organizados, pudieron parar el país, y el plan Larkin, y los deseos del Banco Mundial, y del gobierno de los Estados Unidos. Y eso tampoco estaba en los planes de nadie.


Nota
Osvaldo Ceci, Mario Mendiondo, Pietro Morelli y Pedro Caballero trabajaron en el galpón de locomotoras de Ingeniero White. Juntos conformaron uno de los elencos de “Nadie se despide en White”, experiencia realizada en el museo en diciembre de 2006. “Nadie se despide en White” fue “un documental en vivo”, en el que vecinos repartidos por el predio de la ex usina General San Martín, contaron al público sus historias, bajo la coordinación de la dramaturga Vivi Tellas y un grupo de directores teatrales. Este texto retoma algunas de las entradas al blog en el que se narra esta experiencia www.undocumentalenvivo.blogspot.com

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