martes, 27 de febrero de 2007

UN DOMINGO EN EL MUSEO

Es domingo y voy al museo en un colectivo de la línea 504. Cuarenta y cinco minutos de viaje, con la ventanilla abierta, clamando por un poco de aire. La verdad, hubiera preferido quedarme en casa escuchando River – Racing, pero el trabajo llama y ahí vamos. Es que es un domingo horrible, caluroso, con el cielo cubierto y una amenaza de tormenta de esas que hacen indeseable la salida. Y sin embargo, contra toda expectativa, visitas en el museo. No muchas en relación a la media de visitas dominicales, es cierto, pero aún así demasiadas si tenemos en cuenta cómo se presentaba la tarde.

Pedro Marto, elegancia y presencia en la sala de Ferrowhite

Pedro Marto recibe a los visitantes en Ferrowhite. Luce una gorra de guarda aunque nunca trabajó en el ferrocarril. Debe ser uno de los pocos trabajos que no hizo en su vida. Fue barman, sommelier, estibador, hachero, empleado en un circo, en una plantación de manzanas, y así. Fue candidato a concejal por el Partido Intransigente y fundador de la sociedad de fomento del barrio Saladero. De chico trabajó en una película de Armando Bo, y siendo joven fue el mozo personal de Arturo Frondizi cuando el ex presidente, derrocado, estuvo detenido en el sur. Ahora es el anfitrión de Ferrowhite los fines de semana. Él solo es un museo itinerante. 

Dos o tres familias recorren la sala principal, levantan los teléfonos y escuchan los audios con voces ferroviarias, miran las fotos del taller, las herramientas en los bancos azules, el pito del noroeste que cada mañana despertaba a media ciudad anunciando la entrada a los talleres, las vagonetas y sus máquinas de contar la historia.

Carro azul con herramientas, sala de Ferrowhite 

A veces me pregunto qué vienen a buscar los visitantes y qué se llevan tras la recorrida. Obviamente, el museo propone una lectura, pero entre lo que el museo propone y la recepción de la propuesta hay una brecha que hace lugar, afortunadamente, a lo imprevisto. La visita dominical no deja de ser un paseo, relajado y hasta distraído si se quiere. Hay algo de nostalgia, sin duda, ante los objetos que testimonian un mundo, el del ferrocarril, que ya no existe. Hay algo de fetichismo, también, en ese acercamiento. Pero un vínculo se establece: una pareja me pregunta por una foto, hablamos de los balnearios que antes había en Bahía Blanca; más allá un grupo conversa con Pedro. Siempre hay algo para contar: uno que tiene un tío que fue ferroviario, otro que viajaba de chico a White en tren, los que tomaban sol en la playa de Galván, donde hoy está el polo petroquímico, y hasta el que tiene su opinión sobre las privatizaciones, se acuerda del “ramal que para, ramal que cierra” de Menem, y evoca a la madre del ex presidente.
Hay ocasiones en las que quien visita el museo cuenta y uno escucha con atención. Una vez llegó un ex telegrafista con su familia, se sentó frente al telégrafo de una de las salas y se puso a “escribir” mientras me decía, frenético, “vos dictame cualquier cosa y vas a ver lo rápido que te sigo”.


Una historia de cartón pintado, vagonetas transportan máquinas de contar la historia
  
No tengo respuestas para la pregunta que hice más arriba. O tengo, pero provisorias. Pienso, en todo caso, que una búsqueda de respuestas tendría un buen punto de partida en este par de citas de Andreas Huyssen, que recuperaremos en otras entradas:

“... el museo permite (...) negociar y articular una relación con el pasado que es también, siempre, una relación con lo transitorio y con la muerte, la nuestra incluida.”

“... el museo, pues, como sede y campo de pruebas de reflexiones sobre la temporalidad y la subjetividad, la identidad y la alteridad.”


Huyssen Andreas, En busca del futuro perdido, Cultura y memoria en tiempos de globalización, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2002

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