martes, 24 de mayo de 2011

MOVIENDO LAS CABEZAS



Algunas impresiones, escoba en mano, acerca de lo que pasó por acá durante la Noche de los Museos:

1) El olor a sopa va a tardar días en disiparse y hay pelos por todos lados. Esto fue un éxito.

2) La luz de la mañana vuelve más nítida la siguiente sospecha: un museo taller conserva mejor lo que es capaz de transformar. Mirando la enorme tenaza de herrería que abre la muestra de Ferrowhite, uno de los tantos chicos que llegó hasta acá el sábado le preguntó a su mamá quién era el que usaba semejante pinza para depilar. Pero es factible que la asociación funcionara también en sentido opuesto. Quizás a esa madre le haya resultado difícil atravesar nuestra peluquería sin relacionar por un momento el ingrato deber femenino del depilado con la labor rigurosa del herrero.

3) Sin espejo no hay peluquería. El resto del mobiliario puede variar. En lugar del sillón podemos poner una silla. Resultará sin duda menos cómoda pero, a fin de cuentas, nos va a servir igual. Incluso las herramientas del peluquero son permutables. La emblemática tijera, por ejemplo, tiene un suplente venerable en la navaja y otro, más reciente, en la máquina de rasurar. El espejo, en cambio, es imprescindible. No sólo porque precisamos de él para inspeccionar al milímetro lo que le hacen a nuestra cabeza, además, y esto es más difícil de poner en palabras, porque a través suyo nos miramos, y miramos a los otros, y les hablamos, de otro modo. No necesariamente mejor, distinto. En la pista de ese corrimiento sutil (y a la vez, abismal) andamos.

4) El de la peluquería del museo es un espejo en el que muchos se miran a la vez.

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