En esta entrada, Analía nos cuenta sobre el encuentro, reflexiona sobre la relación entre museo y comunidad, y apunta: trabajar en un museo comunitario supone aprender que “la comunidad no existe” si por ella entendemos “una entidad cerrada, estable y ajena a los conflictos”.
Las fotos que acompañan el texto fueron tomadas por nuestra compañera en el MuQuiFu, el Museu dos Quilombos e Favelas Urbanos de Belo Horizonte.
VISITE ANTES DE QUE SE ACABE
2.733 kilómetros en línea recta separan y unen a Bahía Blanca de Belo Horizonte. Hasta allá fui a participar del seminario “Buenos Horizontes”, un encuentro de trabajadores de museos de Brasil y Argentina organizado por la Red Informal de Museos y Centros culturales de esa ciudad y el grupo BH16, conformado por participantes del Laboratorio TyPA de 2014.
Ahora de vuelta, con la temperatura de otoño en el cuerpo, intento compartir algunas notas que tomé en ese encuentro. “Museos comunitarios” era el nombre de la mesa en la que participé junto con representantes de otros tres museos de por allá: el Espacio Cultural Luiz Estrela, el Museo de Quilombos y Favelas Urbanos (MuQuiFu), ambos de Belo Horizonte y el museo Casa Guimaraes Rosa, de Cordisburgo.
Atravesada por un montón de preguntas, lecturas e intentos de esclarecer qué entiendo por comunidad desde un lugar como Ferrowhite, escribí “El museo como entre”. Un texto que tuvo poco tiempo de ser procesado y discutido colectivamente antes de viajar y del que, por lo tanto, me hago responsable. Un texto que lleva una controversia: la de arriesgar que la comunidad no existe, al menos si por ella entendemos una entidad definida, cerrada, idéntica entre todos sus miembros, estable a lo largo del tiempo y ajena a cualquier conflicto. Pero más allá de los esclarecimientos o las confusiones conceptuales, lo que las mesas de diálogo permiten, además, es la posibilidad de conocer otras personas y experiencias de trabajo. Y de ver qué problemas y desafíos podemos tener en común con espacios que quedan tan lejos de acá.
El espacio social Luis Estrela funciona desde 2013 en una casona de principios de siglo que fue primero un hospital militar y luego un neuropsiquiátrico infantil. En estado “ocioso” desde 1994, el edificio fue recuperado por un colectivo integrado por antropólogos, arquitectos, artistas, psiquiatras, abogados y arqueólogos para convertirlo en un centro cultural autogestivo. Lleva el nombre de un artista callejero asesinado en una manifestación, también callejera. Por eso ahí se reivindica el uso popular de los espacios públicos de la ciudad con acciones que van desde la puesta en común de una memoria “silenciada” sobre lo que fue ese lugar, pasando por obras de teatro, danza, ferias y talleres, hasta llegar a instancias de encuentro y organización de movimientos sociales.
La Casa Guimaraes encuentra en la obra de este escritor y en la literatura en general, la excusa para vincular al museo con el territorio. “Este no es un museo de la comunidad (como si la comunidad quedara por fuera), sino que acá la comunidad está implicada”, dice Rodrigo. Niños, jóvenes y adultos mayores son quienes guían las caminatas literarias que empiezan en la grilla de la ciudad, pero que a veces se salen de sus límites y se pierden en el sertao, una suerte de “desierto” mucho más parecido a la pampa argentina que a los cocotales brasileros.
El MuQuiFu queda en el conglomerado Santa Lucía, una zona que comprende cinco favelas de Belo Horizonte. La idea de hacer un museo surgió del propio Quilombo del Papagayo, un punto de organización social barrial en el que se abordan cuestiones de salud, vivienda, educación y derechos humanos. Porque el derecho a la ciudad también se pregunta por el derecho a la memoria.
Nació para resistir a dos situaciones que a esta altura son complementarias: la de la marginalidad social y simbólica de estos barrios, considerados sólo como espacios de sufrimiento y de privaciones, y la de la gentrificación, ese proceso por el cual se expulsa a algunos vecinos de ciertos espacios de la ciudad a fin de “recuperarlos” (a los espacios) para otros (¿vecinos?).
“¿Un museo para quién?”, se pregunta Mauro, sacerdote y museólogo que, junto a otras tres personas, lleva adelante el proyecto. Es decir, para que lo frecuente quién, para que se reconozca quién en él. Reivindicar la memoria colectiva “de los favelados”, todo el tiempo se dirime entre la “normalización” que se articula tras el deseo de cierto reconocimiento “social” y la defensa de un modo propio, peculiar de ser. Desafío y tensión que se actualizan y se materializan en cada rincón y acción del museo: al preservar una colección de objetos muchas veces sacados literalmente de la basura, al hacer de cajas de fruta y pallets vitrinas “sin vidrios”, al compartir el espacio con una iglesia que también es una cocina donde un grupo de vecinas se junta a preparar el té.
“Patrimonio amenazado. Visite antes de que se acabe”, propone el MuQuiFu mientras sale con un carrito de pocholo a “explotar memorias” por ahí. Y yo, tal vez un poco confundida por la turbulencia del avión o por el golpe en la cabeza que me di el primer día, tal vez un poco acertada al percibir que hay unas cuantas semejanzas, empiezo a ligar lo que escucho con lo poco que queda del galpón de montaje de los talleres Bahía Blanca al Noroeste, la locomotora manicera que pronto vamos a estrenar o el buque metanero que justo entra al puerto de Ing. White trayendo 55.000 toneladas de gas natural licuado.
EL MUSEO COMO ENTRE
Algunas reflexiones sobre la idea de “comunidad” desde Ferrowhite museo taller
Vengo de un lugar que queda bastante lejos de acá. Un lugar donde la marea sube y baja calma, y en ese ir y venir casi imperceptible, vienen y van (sobre todo van) muchas cosas. Cosas que, fíjense si serán muchas, se miden por toneladas. El año pasado, por ejemplo, el tráfico fue de más de 13 millones de toneladas entre granos (porotos de soja, maíz, trigo, cebada), aceites vegetales, pellets de polietileno y combustibles. Ingeniero White, se llama ese lugar, puerto de Bahía Blanca, una ciudad de mediana escala ubicada a 700 km al sur de la Ciudad de Buenos Aires. Allí, además, se encuentra uno de los polos petroquímicos más grande del país.
Pero el agua y el barro de la ría, lecho fangoso donde aún habitan cangrejos, jumes y espartinas, no son tan accesibles como el mapa físico- político pareciera prometernos. Más de una vez llegan turistas de otras partes del país o de otros países, con el mapa en la mano como reclamando la incongruencia entre Mercator y la proliferación de alambrados, construcciones de hormigón o garitas de seguridad que concretamente impiden el acceso al mar. El mapa no es el territorio.
Sin embargo, yo vengo de un lugar desde donde todavía es posible contemplar parte de la ría y todo lo que en ella interactúa. Rodeado de terminales cerealeras, usinas eléctricas, playas ferroviarias y de camiones (y un poco más lejos plantas petroquímicas), es prácticamente el único espacio público dentro de la franja costera de Ingeniero White. Ferrowhite, se llama ese lugar. Es un museo taller, y llegar a él, en el contexto de este puerto en el que nuestros “vecinos” usan el espacio portuario de una manera muy diferente a la nuestra (lo “explotan”), es casi como encontrar una aguja en un pajar.
Durante mucho tiempo, “puerto y playa”, “trabajo y ocio”, “producción y recreación” fueron espacios teóricos que, aunque no en una plena armonía, convivieron en la práctica. De modo que si hoy ya no es posible pasear cerca de los barcos o de los elevadores, si ya no es posible bañarse en las aguas de la ría, estas restricciones se deben a una gran transformación que sufrió este lugar sobre todo a partir de los años 90’.
Un proceso de “modernización” y “eficientización” del puerto y de los procesos productivos que implicó por un lado, el retiro del estado de la actividad económica, con la privatización o liquidación de empresas estatales en las que trabajaba gran parte de la población de Ingeniero White, y por otro lado, el arribo de empresas de carácter transnacional que con sus inversiones millonarias, no sólo ampliaron la zona de “explotación” del puerto (a costa de un uso recreacional de estas aguas), importaron nuevas lógicas de producción (automatización de los procesos productivos y nuevos regímenes laborales), sino también se instalaron con todo un arsenal de estrategias relativas a la “comunidad”, políticas de “Responsabilidad Social Empresaria” que van desde los tradicionales padrinazgos y donaciones hasta una serie de consejos sobre seguridad vial o el arbolado urbano.
Si hasta entonces el estado funcionó como el gran empleador, y el trabajo en la sociedad salarial fue un organizador de la vida social más amplia (articulador de relaciones extralaborales: sindicatos, clubes, sociedades de fomento…), cuando el estado se canceló a sí mismo como actor económico, también cedió su lugar como agente de aglutinación social. En ese sentido, la pérdida de los espacios de trabajo y de recreación como espacios de sociabilidad, transformaron y hasta en algunos casos, clausuraron las posibilidades de reproducción de ciertas dinámicas que hacían a la vida en común.
La propia historia como deuda
La historia del propio museo está ligada a ese proceso de reforma del estado. En efecto, de ahí derivan sus condiciones de posibilidad. Ferrowhite abrió sus puertas en noviembre de 2004 en lo que funcionó como el taller de mantenimiento de la usina eléctrica Gral. San Martín. Ambos edificios, usina y taller, habían sido completamente desguazados durante el proceso de liquidación de la empresa eléctrica provincial y privatización de los bienes que tenía en el puerto.
El vacío del taller fue ocupado, en parte, por otras herramientas provenientes de otros talleres y espacios de trabajo. Una colección interminable de llaves, remaches, telégrafos, canastos, faroles, mazas, bigornias, sillas, máquinas de escribir, objetos y herramientas que un grupo de trabajadores se encargó, en medio de las privatizaciones de los bienes y servicios ferroviarios, de salvar del remate, la chatarra o la hoguera. Insistían en ver en eso que para otras personas era un montón de fierro, madera o mimbre viejo, una historia valiosa por contar.
En un principio, el proyecto del museo surgió como un espacio de conservación derivado del Museo del Puerto. Y podría haberse quedado con esa función clásica de los museos: conservar y poner a disposición del “público” presente y futuro rarezas de un mundo perdido. Pero no, habilitar una memoria del trabajo ferroportuario pasaba por otro lado. En principio por asumir una deuda con esa historia reciente, en el sentido de que esa experiencia de ruptura no sólo estaba en nuestra propia genealogía material, sino también simbólica. En el sentido de que esa historia reciente y aún “abierta” (traumática y conflictiva) nos alertaba de caer en una mirada cerrada, nostálgica y unívoca del pasado y del presente. Nos alertaba, sí, pero sin muchas más certezas que la advertencia misma. El desafío implícito era: ¿qué tipo de memoria éramos capaces de construir y qué relación tenía esa operación simbólica con la clausura real de esos espacios de sociabilidad donde el “sujeto colectivo” o “la comunidad” se “recreaban”?
El todo y las partes
Ferrowhite es un museo que depende del Instituto Cultural de la municipalidad de Bahía Blanca. Podríamos decir que por lo tanto es un museo “estatal”. Y tal vez este carácter, asegura ciertas cuestiones básicas a la hora de que un museo entre en funcionamiento: disponer de un espacio físico propio, cumplir con el pago de los servicios de luz, agua y gas y de los salarios que permiten contar con un personal más o menos estable. Todo lo cual permite, en principio, que podamos abrir la puerta. Y, lo que es menos evidente, que la entrada al museo pueda ser gratuita.
Si bien es una dependencia del estado, el museo no se comporta como una oficina burocrática de esas en las que te piden el DNI para empezar a dialogar, sino que la conversación arranca por preguntarte si sos de Bahía (Blanca). Es Florentino “Cacho” Mazzone quien rompe el hielo con esa pregunta, y no porque esté haciendo una estadística o un estudio de públicos, sino porque lo que intenta es un comenzar una comunicación. Cacho suele estar en el parque del museo, más que para vigilar quién entra al predio, para acompañarte hasta la puerta del museo, sugerirte un recorrido o simplemente darte la bienvenida. Adentro, te recibe Pedro Marto que, aunque vestido de Guarda del ferrocarril, no está para controlar si pagaste o no el boleto, sino para dártelo: acá el boleto no es un “pase”, es un “recuerdo”. A su lado está Zulema Soria, la casera del castillo, para tranquilizar al visitante con la aclaración de que la entrada al museo es gratuita y que en todo caso, “primero recorran, dense una vueltita y si quieren a la salida, dejan una colaboración voluntaria para la Asociación Amigos del Castillo”. Mientras tanto, en la cocina Roberto “Chapa” Orzali corta la pastafrola que hizo Manina y prepara el mate para sus amigos, pero si estás un ratito ahí en la puerta, seguro que te convida uno. Y si tenés suerte, a la mesa de la entrada también pueden estar sentados Cacho Romero, Ida Muhamed, Cacho Santamaría, Bocha y Pochi Conte, Hugo Del Cero, Pepe y Juanita Morelli…
De manera que a este museo se entra y se recorre en cuanto espacio físico (público) pero también a la historia que ahí se cuenta (y se pone en cuestión) de la mano de estas personas. “Personajes”, diría el Chapa, que no son precisamente “guías de museo”, pero que, junto con los trabajadores de FW, “cumplen horario” todos los sábados y domingos. Una suerte médiums de la experiencia de (y con la) alteridad que el museo habilita, en el sentido de que ofician de mediadores entre el afuera y el adentro, el presente y el pasado, vos y (nos)otros.
Entre todos asistimos a la construcción de una memoria colectiva, cada uno haciendo su aporte desde “lo que le tocó vivir”, encontrando los puntos en que esas historias coinciden, en qué se complementan o se diferencian; preguntando con curiosidad, o escuchando con extrañeza las anécdotas del puerto, de la estiba, de los viajes de ultramar. Porque si bien es cierto que a veces basta con que dos o tres “amigos del taller” se reúnan para que esos relatos circulen y se actualicen, también es cierto que esa “sociabilidad del recuerdo” y ese ejercicio de la memoria son más divertidas si se combinan con cierta distancia. Si hay alguien que “no sabe”, “no conoce” pero que se entusiasma con escuchar, enterarse, aprender. De algún modo, si no todos somos uno.
El museo como entre
En el museo no creemos que estemos recreando a “la comunidad” porque en definitiva no creemos que exista. Es decir, que pueda ser un ente reconocible que queda por fuera del museo y a la que este puede representar, reflejar, hablar de ella. Como un ente cerrado, homogéneo, idéntico en todos sus miembros, coherente, estable a lo largo del tiempo. ¿Porque, cómo hacemos para contemplar en una misma, idéntica, idea de “comunidad” a vecinos que participan en sociedades de fomento barriales y empresas que tienen su sede en Hamburgo, a los trabajadores que participaron de la huelga ferroviaria del ‘61 y a los que la “carnerearon”, a los hinchas de los clubes de fútbol archirrivales Huracán y Comercial, a gente que inmigró a principios de siglo y otros que acaban de llegar? Si lo que distingue a las comunidades “no es su verdad o falsedad, sino el estilo con que son imaginadas”, ¿es posible imaginar una “comunidad” de fragmentos? ¿Es posible renunciar a la tentación de “reunir la diferencia” e intentar subsumir el conflicto que la diferencia lleva latente?
Podríamos decir, por el contrario, que a “la comunidad” la llamamos por teléfono y la visitamos en su casa. Para concertar una entrevista o invitarlos a una fiesta, para pedirle un consejo al carpintero Adolfo sobre cómo cortar el quebracho, para recordarle a los chicos y chicas que no se olviden que el sábado arranca el taller de Prende. A Leandro para preguntarle si en la empresa en la que él trabaja no tienen un par de botines de seguridad para prestarnos, a Ida para saber qué dijo la contadora de la Asociación de Amigos, a Pedro para saber cómo anda, que hace rato no lo vemos por acá. Pero, de algún modo, la ventaja de reconocer a “la comunidad” en lo concreto (con nombre, apellido y apodo), es siempre a costa de perderla como idea íntegra. Al cabo de esta deconstrucción o concretización, terminan por quedarnos las personas y los grupos, las relaciones y los lazos; los proyectos y las acciones concretas que a lo largo de estos once años nos han tenido como partícipes / participantes.
Y si empezamos a enumerar, lazos y relaciones las hay de todo tipo en cuanto a su duración, intensidad e implicancia. Desde la relación casual y cordial que mantenemos con un visitante pasajero que viene de otra ciudad o alguien que viene a pasear al puerto una tarde de domingo, al vínculo que cada sábado se renueva y crece con los chicos del taller Prende; desde el pacto de confianza que establecemos durante las dos horas que puede llegar a durar una entrevista o una visita escolar a la intensa convivencia que mantenemos cuando viene un grupo a proponer y desarrollar un proyecto puntual (como un festival de danza o una serie de intervenciones en distintos espacios ferroviarios de la ciudad); desde a los lazos que se aceitan todos los días entre los compañeros de trabajo, con las amigas de la Asociación y los amigos del taller y que hacen del espacio del museo un espacio “familiar” a los que se cortan y se retoman después de mucho tiempo.
El museo, entonces, se plantea como un entre, no como algo ya definido, sino como el espacio posible para la elaboración de ese algo, de esa acaso tensión o tercer ficción entre lo común y lo público. Un umbral, un limbo, una frontera en el sentido de que es una zona de contacto, un lugar para el encuentro, un entre físico, pero a la vez relacional. En el museo taller no sólo podemos estar juntos, sino lo que es más complejo, podemos intentar hacer juntos.
Pero ese “hacer juntos” no inventa un “nuevo sujeto” (es decir, que al atravesar la puerta del museo estatal, nos volvamos enteramente “públicos” o –si se quiere una “identidad” más local- “ferrowhitenses”), sino que en todo caso lo pone a prueba. Pues entramos en esas relaciones (que también son múltiples) con todos los fragmentos que somos: de edad, de género, de clase, de barrio, de consumo, de poder, de gusto musical, de ideas políticas, de prejuicios y de preferencias de helado. Lo que el espacio y el tiempo del museo, habilitan, en todo caso, es la posibilidad de que entren en una relación de (in)cierta duración e implicancia un diseñador gráfico con un buzo de usina, una bolsera con un licenciado en arte, un marino mercante con una historiadora, un chico de la escuela con una administrativa, un estibador con un visitante dominguero, un bailarín con un abogado, un gerente de empresa con un empleado municipal.
Tal vez, sea en esa producción compartida donde se encuentra el acto generativo de “la comunidad”; es decir que la comunidad no existe independientemente de las cosas, las tareas que nos vinculan. En cierta medida no hay nada que la preceda, sino que es el hacer el que nos convoca a la posibilidad (efímera) de que exista: un asado de estibadores; un libro que reúne cientos de entrevistados, una balsa para una fiesta de carnaval, un almanaque impreso con la técnica de serigrafía que contiene los dibujos que los chicos del taller hicieron de su propio barrio, una fiesta por los 80 años del castillo que dura una noche. Haceres puntuales que acaso también dibujan “comunidades” igualmente pasajeras.
La construcción con conflicto
Vinculados desde el trabajo, en él se actualizan y se ponen en juego, se combinan, negocian (y a veces también se pelean) saberes y destrezas de oficio; se mezclan ideas y lenguajes, se redefinen las identidades y las jerarquías de saber. En estos ejercicios prácticos, parecería que diéramos con eso que nos parecía imposible: que Huracán y Comercial fueran alguna vez un mismo equipo.
Sin embargo, más allá de la ilusión, no estamos acá para decir que el museo es un pequeño laboratorio experimental de convivencia armónica. Porque así como dijimos que las relaciones concretas que establece el museo son múltiples, para ser enteramente honesta, hay que decir también que no todos entran en el museo, ni que el museo entra en todas las relaciones. A veces decimos que no. Porque si algo sabemos es que “convivimos” con el conflicto, con la experiencia cotidiana de que los lazos de “la comunidad” permanentemente se “laceran y se reproducen (podríamos agregar también que se redefinen y se reordenan) según la urgencia histórica”.
En ese sentido, el museo es un espacio, un proyecto en construcción, dinámico, inacabado, acaso también susceptible de ser por momentos contradictorio. Con quién, de qué modo y para qué entrar en relación, constituyen un trinomio dialéctico que se actualiza cada vez que intentamos hacer algo, bajo el siempre frágil y a la vez potente equilibrio entre “el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad”.
Vengo de un lugar que queda bastante lejos de acá. Un lugar donde la marea sube y baja calma, y en ese ir y venir casi imperceptible, vienen y van (sobre todo van) muchas cosas. Cosas que, fíjense si serán muchas, se miden por toneladas. El año pasado, por ejemplo, el tráfico fue de más de 13 millones de toneladas entre granos (porotos de soja, maíz, trigo, cebada), aceites vegetales, pellets de polietileno y combustibles. Ingeniero White, se llama ese lugar, puerto de Bahía Blanca, una ciudad de mediana escala ubicada a 700 km al sur de la Ciudad de Buenos Aires. Allí, además, se encuentra uno de los polos petroquímicos más grande del país.
Pero el agua y el barro de la ría, lecho fangoso donde aún habitan cangrejos, jumes y espartinas, no son tan accesibles como el mapa físico- político pareciera prometernos. Más de una vez llegan turistas de otras partes del país o de otros países, con el mapa en la mano como reclamando la incongruencia entre Mercator y la proliferación de alambrados, construcciones de hormigón o garitas de seguridad que concretamente impiden el acceso al mar. El mapa no es el territorio.
Sin embargo, yo vengo de un lugar desde donde todavía es posible contemplar parte de la ría y todo lo que en ella interactúa. Rodeado de terminales cerealeras, usinas eléctricas, playas ferroviarias y de camiones (y un poco más lejos plantas petroquímicas), es prácticamente el único espacio público dentro de la franja costera de Ingeniero White. Ferrowhite, se llama ese lugar. Es un museo taller, y llegar a él, en el contexto de este puerto en el que nuestros “vecinos” usan el espacio portuario de una manera muy diferente a la nuestra (lo “explotan”), es casi como encontrar una aguja en un pajar.
Durante mucho tiempo, “puerto y playa”, “trabajo y ocio”, “producción y recreación” fueron espacios teóricos que, aunque no en una plena armonía, convivieron en la práctica. De modo que si hoy ya no es posible pasear cerca de los barcos o de los elevadores, si ya no es posible bañarse en las aguas de la ría, estas restricciones se deben a una gran transformación que sufrió este lugar sobre todo a partir de los años 90’.
Un proceso de “modernización” y “eficientización” del puerto y de los procesos productivos que implicó por un lado, el retiro del estado de la actividad económica, con la privatización o liquidación de empresas estatales en las que trabajaba gran parte de la población de Ingeniero White, y por otro lado, el arribo de empresas de carácter transnacional que con sus inversiones millonarias, no sólo ampliaron la zona de “explotación” del puerto (a costa de un uso recreacional de estas aguas), importaron nuevas lógicas de producción (automatización de los procesos productivos y nuevos regímenes laborales), sino también se instalaron con todo un arsenal de estrategias relativas a la “comunidad”, políticas de “Responsabilidad Social Empresaria” que van desde los tradicionales padrinazgos y donaciones hasta una serie de consejos sobre seguridad vial o el arbolado urbano.
Si hasta entonces el estado funcionó como el gran empleador, y el trabajo en la sociedad salarial fue un organizador de la vida social más amplia (articulador de relaciones extralaborales: sindicatos, clubes, sociedades de fomento…), cuando el estado se canceló a sí mismo como actor económico, también cedió su lugar como agente de aglutinación social. En ese sentido, la pérdida de los espacios de trabajo y de recreación como espacios de sociabilidad, transformaron y hasta en algunos casos, clausuraron las posibilidades de reproducción de ciertas dinámicas que hacían a la vida en común.
La propia historia como deuda
La historia del propio museo está ligada a ese proceso de reforma del estado. En efecto, de ahí derivan sus condiciones de posibilidad. Ferrowhite abrió sus puertas en noviembre de 2004 en lo que funcionó como el taller de mantenimiento de la usina eléctrica Gral. San Martín. Ambos edificios, usina y taller, habían sido completamente desguazados durante el proceso de liquidación de la empresa eléctrica provincial y privatización de los bienes que tenía en el puerto.
El vacío del taller fue ocupado, en parte, por otras herramientas provenientes de otros talleres y espacios de trabajo. Una colección interminable de llaves, remaches, telégrafos, canastos, faroles, mazas, bigornias, sillas, máquinas de escribir, objetos y herramientas que un grupo de trabajadores se encargó, en medio de las privatizaciones de los bienes y servicios ferroviarios, de salvar del remate, la chatarra o la hoguera. Insistían en ver en eso que para otras personas era un montón de fierro, madera o mimbre viejo, una historia valiosa por contar.
En un principio, el proyecto del museo surgió como un espacio de conservación derivado del Museo del Puerto. Y podría haberse quedado con esa función clásica de los museos: conservar y poner a disposición del “público” presente y futuro rarezas de un mundo perdido. Pero no, habilitar una memoria del trabajo ferroportuario pasaba por otro lado. En principio por asumir una deuda con esa historia reciente, en el sentido de que esa experiencia de ruptura no sólo estaba en nuestra propia genealogía material, sino también simbólica. En el sentido de que esa historia reciente y aún “abierta” (traumática y conflictiva) nos alertaba de caer en una mirada cerrada, nostálgica y unívoca del pasado y del presente. Nos alertaba, sí, pero sin muchas más certezas que la advertencia misma. El desafío implícito era: ¿qué tipo de memoria éramos capaces de construir y qué relación tenía esa operación simbólica con la clausura real de esos espacios de sociabilidad donde el “sujeto colectivo” o “la comunidad” se “recreaban”?
El todo y las partes
Ferrowhite es un museo que depende del Instituto Cultural de la municipalidad de Bahía Blanca. Podríamos decir que por lo tanto es un museo “estatal”. Y tal vez este carácter, asegura ciertas cuestiones básicas a la hora de que un museo entre en funcionamiento: disponer de un espacio físico propio, cumplir con el pago de los servicios de luz, agua y gas y de los salarios que permiten contar con un personal más o menos estable. Todo lo cual permite, en principio, que podamos abrir la puerta. Y, lo que es menos evidente, que la entrada al museo pueda ser gratuita.
Si bien es una dependencia del estado, el museo no se comporta como una oficina burocrática de esas en las que te piden el DNI para empezar a dialogar, sino que la conversación arranca por preguntarte si sos de Bahía (Blanca). Es Florentino “Cacho” Mazzone quien rompe el hielo con esa pregunta, y no porque esté haciendo una estadística o un estudio de públicos, sino porque lo que intenta es un comenzar una comunicación. Cacho suele estar en el parque del museo, más que para vigilar quién entra al predio, para acompañarte hasta la puerta del museo, sugerirte un recorrido o simplemente darte la bienvenida. Adentro, te recibe Pedro Marto que, aunque vestido de Guarda del ferrocarril, no está para controlar si pagaste o no el boleto, sino para dártelo: acá el boleto no es un “pase”, es un “recuerdo”. A su lado está Zulema Soria, la casera del castillo, para tranquilizar al visitante con la aclaración de que la entrada al museo es gratuita y que en todo caso, “primero recorran, dense una vueltita y si quieren a la salida, dejan una colaboración voluntaria para la Asociación Amigos del Castillo”. Mientras tanto, en la cocina Roberto “Chapa” Orzali corta la pastafrola que hizo Manina y prepara el mate para sus amigos, pero si estás un ratito ahí en la puerta, seguro que te convida uno. Y si tenés suerte, a la mesa de la entrada también pueden estar sentados Cacho Romero, Ida Muhamed, Cacho Santamaría, Bocha y Pochi Conte, Hugo Del Cero, Pepe y Juanita Morelli…
De manera que a este museo se entra y se recorre en cuanto espacio físico (público) pero también a la historia que ahí se cuenta (y se pone en cuestión) de la mano de estas personas. “Personajes”, diría el Chapa, que no son precisamente “guías de museo”, pero que, junto con los trabajadores de FW, “cumplen horario” todos los sábados y domingos. Una suerte médiums de la experiencia de (y con la) alteridad que el museo habilita, en el sentido de que ofician de mediadores entre el afuera y el adentro, el presente y el pasado, vos y (nos)otros.
Entre todos asistimos a la construcción de una memoria colectiva, cada uno haciendo su aporte desde “lo que le tocó vivir”, encontrando los puntos en que esas historias coinciden, en qué se complementan o se diferencian; preguntando con curiosidad, o escuchando con extrañeza las anécdotas del puerto, de la estiba, de los viajes de ultramar. Porque si bien es cierto que a veces basta con que dos o tres “amigos del taller” se reúnan para que esos relatos circulen y se actualicen, también es cierto que esa “sociabilidad del recuerdo” y ese ejercicio de la memoria son más divertidas si se combinan con cierta distancia. Si hay alguien que “no sabe”, “no conoce” pero que se entusiasma con escuchar, enterarse, aprender. De algún modo, si no todos somos uno.
En el museo no creemos que estemos recreando a “la comunidad” porque en definitiva no creemos que exista. Es decir, que pueda ser un ente reconocible que queda por fuera del museo y a la que este puede representar, reflejar, hablar de ella. Como un ente cerrado, homogéneo, idéntico en todos sus miembros, coherente, estable a lo largo del tiempo. ¿Porque, cómo hacemos para contemplar en una misma, idéntica, idea de “comunidad” a vecinos que participan en sociedades de fomento barriales y empresas que tienen su sede en Hamburgo, a los trabajadores que participaron de la huelga ferroviaria del ‘61 y a los que la “carnerearon”, a los hinchas de los clubes de fútbol archirrivales Huracán y Comercial, a gente que inmigró a principios de siglo y otros que acaban de llegar? Si lo que distingue a las comunidades “no es su verdad o falsedad, sino el estilo con que son imaginadas”, ¿es posible imaginar una “comunidad” de fragmentos? ¿Es posible renunciar a la tentación de “reunir la diferencia” e intentar subsumir el conflicto que la diferencia lleva latente?
Podríamos decir, por el contrario, que a “la comunidad” la llamamos por teléfono y la visitamos en su casa. Para concertar una entrevista o invitarlos a una fiesta, para pedirle un consejo al carpintero Adolfo sobre cómo cortar el quebracho, para recordarle a los chicos y chicas que no se olviden que el sábado arranca el taller de Prende. A Leandro para preguntarle si en la empresa en la que él trabaja no tienen un par de botines de seguridad para prestarnos, a Ida para saber qué dijo la contadora de la Asociación de Amigos, a Pedro para saber cómo anda, que hace rato no lo vemos por acá. Pero, de algún modo, la ventaja de reconocer a “la comunidad” en lo concreto (con nombre, apellido y apodo), es siempre a costa de perderla como idea íntegra. Al cabo de esta deconstrucción o concretización, terminan por quedarnos las personas y los grupos, las relaciones y los lazos; los proyectos y las acciones concretas que a lo largo de estos once años nos han tenido como partícipes / participantes.
Y si empezamos a enumerar, lazos y relaciones las hay de todo tipo en cuanto a su duración, intensidad e implicancia. Desde la relación casual y cordial que mantenemos con un visitante pasajero que viene de otra ciudad o alguien que viene a pasear al puerto una tarde de domingo, al vínculo que cada sábado se renueva y crece con los chicos del taller Prende; desde el pacto de confianza que establecemos durante las dos horas que puede llegar a durar una entrevista o una visita escolar a la intensa convivencia que mantenemos cuando viene un grupo a proponer y desarrollar un proyecto puntual (como un festival de danza o una serie de intervenciones en distintos espacios ferroviarios de la ciudad); desde a los lazos que se aceitan todos los días entre los compañeros de trabajo, con las amigas de la Asociación y los amigos del taller y que hacen del espacio del museo un espacio “familiar” a los que se cortan y se retoman después de mucho tiempo.
El museo, entonces, se plantea como un entre, no como algo ya definido, sino como el espacio posible para la elaboración de ese algo, de esa acaso tensión o tercer ficción entre lo común y lo público. Un umbral, un limbo, una frontera en el sentido de que es una zona de contacto, un lugar para el encuentro, un entre físico, pero a la vez relacional. En el museo taller no sólo podemos estar juntos, sino lo que es más complejo, podemos intentar hacer juntos.
Pero ese “hacer juntos” no inventa un “nuevo sujeto” (es decir, que al atravesar la puerta del museo estatal, nos volvamos enteramente “públicos” o –si se quiere una “identidad” más local- “ferrowhitenses”), sino que en todo caso lo pone a prueba. Pues entramos en esas relaciones (que también son múltiples) con todos los fragmentos que somos: de edad, de género, de clase, de barrio, de consumo, de poder, de gusto musical, de ideas políticas, de prejuicios y de preferencias de helado. Lo que el espacio y el tiempo del museo, habilitan, en todo caso, es la posibilidad de que entren en una relación de (in)cierta duración e implicancia un diseñador gráfico con un buzo de usina, una bolsera con un licenciado en arte, un marino mercante con una historiadora, un chico de la escuela con una administrativa, un estibador con un visitante dominguero, un bailarín con un abogado, un gerente de empresa con un empleado municipal.
Tal vez, sea en esa producción compartida donde se encuentra el acto generativo de “la comunidad”; es decir que la comunidad no existe independientemente de las cosas, las tareas que nos vinculan. En cierta medida no hay nada que la preceda, sino que es el hacer el que nos convoca a la posibilidad (efímera) de que exista: un asado de estibadores; un libro que reúne cientos de entrevistados, una balsa para una fiesta de carnaval, un almanaque impreso con la técnica de serigrafía que contiene los dibujos que los chicos del taller hicieron de su propio barrio, una fiesta por los 80 años del castillo que dura una noche. Haceres puntuales que acaso también dibujan “comunidades” igualmente pasajeras.
La construcción con conflicto
Vinculados desde el trabajo, en él se actualizan y se ponen en juego, se combinan, negocian (y a veces también se pelean) saberes y destrezas de oficio; se mezclan ideas y lenguajes, se redefinen las identidades y las jerarquías de saber. En estos ejercicios prácticos, parecería que diéramos con eso que nos parecía imposible: que Huracán y Comercial fueran alguna vez un mismo equipo.
Sin embargo, más allá de la ilusión, no estamos acá para decir que el museo es un pequeño laboratorio experimental de convivencia armónica. Porque así como dijimos que las relaciones concretas que establece el museo son múltiples, para ser enteramente honesta, hay que decir también que no todos entran en el museo, ni que el museo entra en todas las relaciones. A veces decimos que no. Porque si algo sabemos es que “convivimos” con el conflicto, con la experiencia cotidiana de que los lazos de “la comunidad” permanentemente se “laceran y se reproducen (podríamos agregar también que se redefinen y se reordenan) según la urgencia histórica”.
En ese sentido, el museo es un espacio, un proyecto en construcción, dinámico, inacabado, acaso también susceptible de ser por momentos contradictorio. Con quién, de qué modo y para qué entrar en relación, constituyen un trinomio dialéctico que se actualiza cada vez que intentamos hacer algo, bajo el siempre frágil y a la vez potente equilibrio entre “el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad”.
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