lunes, 23 de marzo de 2020
DESPUÉS DE LA GRAN DIVISIÓN
Miro la calle quieta como al fósil flamante de la vida que perdimos. Bueno, un poco exagero. Pero es cierto que hay horas en que la cuarentena convierte a mi barrio en el diorama de una suerte de museo a cielo abierto. Un museo en el que no son los objetos sino las personas las que permanecemos en guarda. La pandemia impone esta inversión drástica del punto de vista: ahora son las máquinas, los pájaros, las plantas, todos esos seres que los museos nos enseñaron a considerar distintos y, por eso, subordinados a nuestra humana condición, aquellos que parecen estar en posición de examinarnos, catalogarnos y coleccionarnos como a hamsters histéricos atrapados en sus jaulas.
Detrás del falso dilema entre privilegiar a los públicos o a las colecciones, el museo organiza la silenciosa separación entre las personas y las cosas. Colabora en establecer la distancia, y el tráfico clandestino, entre dos nociones en apariencia triviales, cuya contraposición resulta, sin embargo, constitutiva de nuestra comprensión ordinaria del lugar que ocupamos en el mundo. Se supone que somos personas porque no somos cosas. Pero esa distinción no es para nada obvia en una sociedad en la que -alienación del sujeto y fetichismo de la mercancía mediante- tanto los humanos como las demás criaturas somos susceptibles de ser tratados como objetos en el proceso de producir bienes que, a través de su intercambio, parecen adquirir vida propia.
La gran fractura ontológica que separa a las personas de las cosas es ecuménica. Dentro de ella parecen caber todos los demás conflictos. Se diría que ese es nuestro oficio. Cada museo es un puesto de frontera montado sobre alguna de las grandes líneas divisorias que configuraron los cambiantes contornos de la vida moderna. Una institución a menudo edificada para prestigiar, o eufemizar, las jerarquías enredadas entre hombre y naturaleza, entre masculino y femenino, entre patrones y trabajadores, entre blancos y negros, entre heteronorma y sexualidades anómalas, entre metrópolis y colonias, entre capitales y provincias, entre vanguardia y tradición, entre alta cultura y culturas populares, entre mente y cuerpo, entre cuerpo y máquina, en fin... entre todo aquel que alguna vez se arrogó el lugar de sujeto y aquellxs que fueron ubicados en el lugar de objetos en nombre de la razón y su acción civilizatoria.
No somos filósofos, pero alcanza con prestar atención al virus que nos mata y a los algoritmos que nos gobiernan para advertir que la ontología en la que se basan nuestros criterios para coleccionar, conservar y exhibir no sirve más. Hace rato que lo sabemos. Y en cierto modo, se ha vuelto de rigor denunciarlo. Nuestros museos han funcionado durante demasiado tiempo como una institución en la que el saber se traduce en una solapada pedagogía de las formas de dominio. Sin embargo, los museos no son solo eso. Son, además, lo que hacemos con eso. Una labor cuyo resultado suele resultar mucho más modesto de lo que presumen nuestras proclamas en favor de una nueva museología.
Por cierto, Ferrowhite es menos contrahegemónico, menos decolonial, menos feminista, menos ecológico, menos queer y también menos poshumanista de lo que quisiéramos. La carrera de la corrección política la tenemos perdida de antemano. Formamos parte de un Estado y de una comunidad que a veces nos gustan y tantísimas otras veces no. Nos movemos dentro de un juego que no gobernamos. En el mejor de los casos, nuestro quehacer es táctico. Nunca tenemos las cosas claras. Y, muy seguido, nos equivocamos. El privilegio de la radicalidad sin concesiones queda para aquellos en posición de actuar atendiendo a la coherencia de ideales tan irreprochables como distantes de nuestra realidad. Ferrowhite nunca fue ese partido leninista, esa secta evangelista, ese grupo de elegidos que a veces yo mismo desearía que fuera, y como tal, no goza del sentimiento de superioridad que asiste a los que se consideran mejores. Pero eso tal vez nos deja en no tan mala posición para pergeñar un museo dispuesto a atender a otra cosa que a sus propios escrúpulos, capaz de dejarse interrogar por un silo de soja, por los cuises que merodean por nuestro parque o por ese paseante dominguero que vota tan distinto a nosotros.
A propósito de la soja: ¿En qué lugar de la antinomia entre naturaleza y cultura ubicamos a cualquiera de los miles de granos que encontramos tirados en el camino de entrada al museo? Esa semilla de leguminosa modificada genéticamente, patentada en paquete con el herbicida que fumigó las poblaciones que la vieron crecer, caída del acoplado de uno de los tantos camiones que a diario remontan el puente La Niña, barrida por brazos furtivos para alimentar chanchos en algún patio de la periferia, tiene tanto para decir del mundo en el que vivimos que nos obliga a repensarlo por completo. Repensar el modo en que producimos y consumimos alimentos, el modo en que un país genera y ciertos sectores acumulan riquezas, pero también la idea de que existe una naturaleza al margen de todo vínculo con nuestra historia, a la que sería deseable volver, románticamente, como a un edén perdido. ¿No será que chicxs, cuises, granos, culturas y naturalezas, forman parte, a esta altura, de un mismo artificio complejo que, por el bien de nuestra supervivencia, convendría reensamblar?
Sugestionados por el temor, o la esperanza, de que tras la emergencia sanitaria el museo que conocíamos de memoria cambie su fisonomía para siempre, observamos sus salas vacías, y a los objetos en ellas, como a ejemplares de un orden arcaico. Pero en el espectáculo repentino de un mundo sin nosotros, no son las cosas sino nuestra certeza soberana de gobernarlas de pleno derecho la que se extingue, de a poco, apresada en el sopor de las horas iguales. Algo de esto saben los mecánicos ferroviarios, para quienes una locomotora fue siempre algo más que una simple máquina. ¿Seremos capaces de convertir a los museos en la sede de ese "parlamento de las cosas" que pedía Bruno Latour hace ya 30 años? ¿De transformar a nuestra humilde morada en ese "parlamento de los cuerpos" que imagina Paul Preciado? ¿Así como se nos hace necesario revisar la noción de comunidad, la idea de un museo "centrado en las personas", de un museo "más humano", no exigirá redefinir los conceptos de persona y de humanidad? ¿Serán los museos el lugar propicio para insistir con todas esas preguntas que quedan siempre un poco lejos de la agenda cotidiana?
Sí, un poco deliro.
Lecturas
Estos apuntes son una excusa para compartir mi entusiasmo de lego por algunas lecturas de cuarentena. Allá por 1991, Bruno Latour publicó "Nunca seremos modernos", un libro que anda dando vueltas por Ferrowhite en la traducción castellana que editó Siglo XXI, en 2007. En 2014, el filósofo italiano Roberto Esposito entregó a imprenta "Las palabras y las cosas" (Katz, 2016), un pequeño tratado que profundiza en la historia y en las consecuencias civilizatorias de la antinomia entre humanos y no humanos que acá se menciona al pasar. Esposito nombra con insistencia a Gilbert Simondon ("El modo de existencia de los objetos técnicos", Prometeo libros, 2007) y a Peter Sloterdijk ("Sin salvación. Tras la huella de Heidegger.", Akal, 2011, recopilación de ensayos de los que sólo tengo a mano "Reglas para el Parque Humano. Una respuesta a la “Carta sobre el Humanismo.”). Ninguno de estos textos trata explícitamente sobre museos. Sí lo hace Donna Haraway en "El patriarcado del osito Teddy. Taxidermia en el jardín del edén." (Sans Soleil ediciones, 2019), en el que la autora del célebre "Manifiesto cyborg" desmonta "el proyecto colonialista, racista y sexista" del Museo Americano de Historia Natural. Hace pocos días Alejandro Galliano publicó este artículo en Revista Panamá. Alejandro me parece un gran lector criollo de las discusiones sobre el futuro que se dan en otras latitudes.
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