miércoles, 22 de octubre de 2014
CESTO SENTIDO
El próximo domingo, a las seis de la tarde, presentamos en La Casa del Espía una muestra de fotos en la que Guillermo Beluzo se interesa por el artefacto más modesto de nuestro mobiliario urbano: el cesto de basura. Un objeto en el que, además de la bolsa de residuos, caben mil preguntas acerca de los modos en que una ciudad lidia con lo que desecha.
Aunque está siempre ahí, firme en la vereda, casi como si estuviera posando, el canasto de la basura no suele aparecer en las fotos. Claro, "queda feo" pero ¿Se fijaron que en Bahía no hay uno igual al otro? ¿Y que muchos exhiben volutas y firuletes, un ornato a veces pudoroso y otras tan temerario que la forma termina por desafíar a la función? Como la basura que portan, los cestos hablan de nuestra vida más de lo que nosotros quisiéramos. Al retratarlos, el fotógrafo que se interesa por ellos capta algo de quienes somos, sin siquiera molestarse en tocar el timbre de nuestra casa.
Pero hace más el fotógrafo ciruja: se pregunta por las maneras en que un vecino, una ciudad, un civilización lidian con aquello que desechan. Visto el asunto en perspectiva, nunca generamos tantos residuos como ahora. La basura vuelve tangible el vínculo maloliente entre miserables y opulentos. Así, mientras para algunos su acumulación sin precedentes representa una amenaza para el propio bienestar que la genera, para otros de ella depende la propia supervivencia.
Hoy algunos de los galpones del ferrocarril que aún quedan en pie son flamante sitio de acopio y labor de los cartoneros. Es curioso, porque quizás los mayores proveedores de tachos de basura de esta ciudad hayan sido los mismos talleres ferroviarios. En el taller, fabricar un cesto de basura era hacer un "perrito". Uno de esos trabajos que cualquier soldador con algo de habilidad hacía con los ojos vendados, en el tiempo que restaba luego de concluida la labor.
Incluso el propio canasto, se nos dirá, corre el riesgo de ir a parar a la basura. Porque el canasto es ya obsoleto. Evita que los perros husmeen, pero no sirve para separar nuestros deshechos. Socio de la ominosa bolsa camiseta, el canasto es enemigo del reciclaje. Y reciclar es lo que "se usa", porque es lo que "se debe". Reciclar es el primer mandato de una nueva fe en la que comulgan, de distinto modo, lúmpenes, progres y poderosos. Los que viajan en 4x4, los que andan en bici y los que tiran de un carro a pie. Un precepto según el cual los objetos, pero también los espacios y las personas, se definen menos por sus cualidades que por la posibilidad de perderlas para convertirse en materia dócil, maleable, cada vez que una sociedad, o los dueños de sus medios de producción, así lo requieren. Más allá del beneficio indudable que supone para el ambiente, el reciclaje redime nuestras almas bellas: nos libra imaginariamente de las consecuencias nocivas del consumo para, aligerados de la culpa, poder seguir consumiendo.
El interrogante por lo que se tira no es tan distinto, en definitiva, a la pregunta por aquello que decidimos conservar. El tacho de basura y el museo están emparentados. Ambos conciernen al vínculo histórico entre producción y consumo. Ambos son avatares de una misma economía política.
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