viernes, 16 de septiembre de 2016

RETAZOS, ESQUIRLAS Y TESELAS

El pasado jueves, Ana Miravalles y Héctor Herro presentaron en las Primeras Jornadas de Formación y Debate para Archivos y Bibliotecas del Sur realizadas en el Instituto Superior Juan XXIII, la ponencia que transcribimos a continuación. Las fotografías de este post fueron tomadas por Héctor Herro.

En el origen del archivo de Ferrowhite está el fuego. El fuego que quemó, implacable, documentos y legajos, y dejó en la oscuridad una historia de la que solo tenemos restos dispersos. Por eso el patrimonio de Ferrowhite es como el traje de Arlequín: de esa impresionante maquinaria de producción de papeles que fueron las empresas ferroviarias solo quedaron retazos. No fue el Estado, ni las empresas concesionarias, ni los sindicatos quienes pusieron a salvo estos documentos, sino algunos trabajadores ferroviarios, personas con nombre y apellido, decenas de “archivistas espontáneos” que decidieron que esas cosas, que no le importaban a nadie, tenían valor: registros de personal, libros contables, formularios, manuales de locomotoras y carpetas de cursos de capacitación peregrinaron por varias sedes hasta llegar, en 2003, a nuestras manos y quedar -en un primer momento- acomodados en las estanterías del museo según su tamaño y peso; luego se agregaron libros, fotografías y documentos personales donados por ex trabajadores ferroviarios y portuarios, y vecinos de Ing. White y Bahía Blanca, según el azar de las visitas o las entrevistas; y papeles encontrados en contendores en la calle o en oscuros altillos que llegaron envueltos en papel de diario o en cajas de galletitas en vez de terminar en el camión de la basura. Mal que nos pese, este archivo no responde precisamente a la definición de “conjunto ordenado y clasificado de documentos producidos por una institución o personalidad.”

Y sin embargo, como en el pañol de un taller, recibimos, registramos, reparamos, clasificamos y tenemos estos materiales disponibles. Ahora bien, ¿qué valor tiene un archivo cuyos documentos son así, tan fragmentarios? Intentaremos responder contando de qué modo se formaron cuatro de nuestros fondos documentales: los libros de registro de personal de Talleres ferroviarios Bahía Blanca Noroeste; la papelería de Tráfico fechada entre 1900 y 1930 rescatada de la Estación Sud y la Estación Garro; la biblioteca de la sociedad de maquinistas La Fraternidad; y las fotografías, notas y
cuadernos de Pedro Caballero, mecánico de locomotoras de Ing. White.


En el momento de las privatizaciones, allá por 1993, fue un ferroviario, Adolfo Repetti quien juntó todos los objetos y documentos que pudo, el núcleo sobre el que se constituyó Ferrowhite. Recién cuando iniciamos nuestra investigación sobre los Talleres ferroviarios Bahía Blanca Noroeste empezamos a ordenar esos papeles. El punto de partida fue un tanto descorazonador ya que una de las primeras noticias que tuvimos del inmenso archivo de los talleres fue que todos los legajos de los obreros, desde 1897, habían sido quemados en el horno de la herrería. Sin embargo, en nuestro propio archivo encontramos no solamente un fichero con las fichas de los 896 hombres que en 1955 trabajaban en talleres, sino varios registros de las primeras décadas del siglo XX, o tres libros que contienen en cada página los datos de cada uno de los obreros y jefes de talleres. El jefe de personal de talleres nos dijo que esos libros habían sido 6 en total, así que nos faltaban tres, el 4, el 5 y el 6. Con todos esos materiales, más de cien entrevistas, artículos de diarios, planos, y otros documentos, al cabo de cinco años de investigación, publicamos el libro Los talleres invisibles, una historia de los talleres ferroviarios Bahía Blanca Noroeste. Dos meses después, una tarde llega al museo un matrimonio diciendo que había encontrado un libro “apoyado en una pared, en una casa de la calle Mitre”, que lo miraron, que les pareció que tenía algo que ver con el ferrocarril y que por eso lo trajeron. Cuando vimos el número 6 escrito en su portada y lo abrimos no lo podíamos creer: era el hijo pródigo, uno de los tres que faltaba, el último de la serie. Estaban ahí los nombres de los trabajadores del taller incorporados en los últimos treinta años, los que fueron despedidos durante la dictadura, los que ingresaron en la época de Alfonsín, o los que tomaron retiro voluntario, antes de la debacle final.

¿Quién lo tenía? ¿Dónde estuvo ese libro? ¿Por qué esa persona lo hace llegar al museo recién después de nuestra publicación? No lo sabemos, quienes lo trajeron juran haberlo encontrado así, perdido. Tal vez para quien lo tomó en aquel momento de la oficina de personal –disputándolo, quizás, a quien rescató los tres con los que ya contábamos nosotros- este libro fue como un salvavidas, un modo de mantener un vínculo material con ese mundo que desaparecía, incinerado en el horno de la herrería; tal vez ese rescate hasta pudo sentirse como un gesto heroico. Y tal vez, con el paso del tiempo, la actividad del museo, a través de las entrevistas, los encuentros, y la publicación de un libro elaborado en base a materiales y documentos como ese generó en esa persona una valoración diferente de lo que hasta entonces era solamente un preciado “botín”. Tal vez nuestro ignoto archivista donante sintió que ese libro en realidad forma parte de una historia que va mucho más allá de su propia historia personal.



Del fuego tampoco se salvaron los papeles de las Estaciones Garro y Sud. O por lo menos eso creíamos. Un día, Gustavo Monacci, cuando trabajaba en el museo, fue a la Estación Sud, convocado por la persona que tenía que poner en marcha el reloj que desde hacía varios años estaba detenido. Trepando por una escalera de gato accedió al entretecho y allí encontró de todo: horarios de llegadas y partidas de los trenes, reclamos al departamento de tráfico y sus correspondientes respuestas, informes diarios y mensuales de las estaciones del Ferrocarril Sud en esta zona, correspondencia con las principales casas comerciales, registros pluviométricos. Mucho después, Rubén Pérez, ex ferrovario también él de Talleres Bahía Blanca Noroeste, que ocupa desde hace 20 años la vivienda que históricamente se asignaba al jefe de la Estación Garro, se dispuso un día a cambiar las chapas del techo, y encontró allí un montón de papeles entre el polvo, las telas de araña y las huellas de los roedores. A fines de 2015 juntó en una caja aquello que mucho tiempo antes alguien había recogido al vaciar armarios o escritorios despachándolo hacia ese “purgatorio” del entretecho, y lo trajo al museo.

En este conjunto de documentos se puede ver que cuando las estaciones funcionaban no quedaba ítem librado al azar, desde el estado de campos, sementeras y hacienda, hasta el movimiento diario en el muelle del puerto, tanto la circulación de pasajeros como el tráfico de cereales, lanas, lonas o bordalesas de vino. Pero al ordenarlos, solo fue posible recomponer pequeñas series, acotadas: informes del movimiento de encomiendas y envíos a lo largo de unos pocos meses, remitos y guías de carga con fechas salteadas, o una lista de personal aislada. Por eso, en realidad, no son más que fragmentos. ¿Pueden servirnos para conocer algo más sobre el ferrocarril o sobre Bahía o White de las primeras décadas del siglo XX? No sabemos si Pérez seleccionó, si tiró, o si trajo todo lo que había ahí, pero la existencia del museo a pocas cuadras de su casa hizo que le diera valor a esos papeles y haya vuelto, a los pocos días, con varias piezas de bronce para la muestra.



Otro caso es el de la biblioteca del Sindicato de maquinistas La Fraternidad, de Ing. White. A principios de 2005 llamaron un día para que fuéramos a buscar “un libro de locomotoras”: estaban haciendo espacio en el local, y los 350 volúmenes que iban a ser llevados al Centro Luis Braille para ser “reciclados” llegaron con mueble y todo a nuestro archivo. Hay libros referidos a temas ferroviarios, naturalmente, ejemplares de revistas de La Fraternidad, pero la mayor parte, son obras de filosofía y política de principios de siglo XX, de autores anarquistas, socialistas y comunistas. Hay también novelas de Zola, Dumas, enciclopedias, y libros que hoy llamaríamos de “autoayuda”. En los cajones de ese armario encontramos listas de socios, una lista de los libros de la biblioteca, y un registro del movimiento de préstamo y devolución de los libros. Hace dos meses vino al museo Néstor Ibarra, un maquinista de La Fraternidad, profesor de la escuela de maquinistas, recientemente jubilado: entró al archivo, vio este mueble, vio estos libros y al cabo de 20 días volvió con dos cajas de cartón con cien volúmenes más. “Los teníamos guardados nosotros, dijo, pero bueno, viendo que acá están cuidados… algunos los tenía yo porque me interesaban para leerlos”.

El registro de movimiento de libros nos muestra no solamente cuáles eran los autores más leídos, o quiénes eran los socios más activos. Maquinistas, foguistas, hombres que pasaban sus días entre hierros, carbón y vapor forman una sociedad, organizan una biblioteca, compran libros en librerías de Bahía Blanca o Ing. White o donan sus libros a la biblioteca, y alguno de ellos, incluso, dedica parte de su tiempo libre al oficio de bibliotecario, y por eso puede ser perfectamente aceptable que en la revista del sindicato de maquinistas La Fraternidad, en su número aniversario de junio de 1937 aparezca un poema como este:

El monstruo negro que devora fuego
tonante como inmensa catarata,
que transpone las cumbres y los llanos
con su vientre rutilante como un ascua.
Sus paralelas
cintas de plata,
tendió por las ciudades opulentas,
y los yermos inmensos de la Pampa.

El dinámico ritmo de sus émbolos
parece un corazón que palpitara,
soberbio del prodigio de la ciencia
que le dio movimiento y resonancia;
y siembra pueblos,
progreso en marcha
a la patria infinita de los tiempos
que nos alumbra el sol de la Esperanza.

En la penumbra de su cabina férrea
sueñan dos hombres la lejana Itaca,
lleno el rostro de cicatrices nobles
que produjo el trajín de las etapas.
Sísifo incesante
de la lucha ardua,
que amasando la gloria de los otros
escala diez mil veces la Montaña.

El alba se engalana de fulgores
y en el silencio enorme de las pampas,
vibra el clarín del monstruo septicorde
cual epinicio de la diosa Palas.
El Blasón de Hierro
del que trabaja;
mensajera de Amor y de Concordia,
si así lo quiere el dios que te forjara.*



 *El autor de este poema es Juan ZIBECHI, maquinista del Ferrocarril de la Provincia de Buenos Aires, autor de varios 
libros, entre ellos, Blasón de  Hierro, publicado en la localidad de Carlos Beguiére en 1937.


¿Por qué ese día de fines de 2005 estaban a punto de tirar todo a la basura? Porque algo esencial se había perdido de aquel mundo donde una locomotora podía enlazarse perfectamente con la diosa griega Palas Atenea (la diosa de la sabiduría). No solamente se destruyó el ferrocarril en tanto maquinarias e institución, sino que, y como resultado de un largo proceso, se destruyó toda una cultura, un modo de entender el trabajo y la realidad, al punto que la bibliotecaria que llama considera que lo único valioso para el museo es el libro de las locomotoras (CENA, 2003: 215-219). Sin embargo algo permitió reunir nuevamente todo esto en Ferrowhite. A la biblioteca traída en 2005 le faltaban casi 100 ejemplares que-después supimos- habían sido “puestos aparte” por Néstor Ibarra, no solo maquinista sino además reconocido profesor de la escuela en la que aquella biblioteca había sido motivo de orgullo. Paradójicamente fue ese retaceo, y ese celo lo que hubiera salvado aunque sea una parte si la biblioteca hubiera terminado en el centro Luis Braille, y lo que nos permitió finalmente tenerla de nuevo completa. Lo que leemos nosotros entonces no son solamente esos libros, sino también la historia del peregrinar de esos libros, que permitió que lleguen así en esas condiciones, a ese ritmo, y de ese modo a nuestra biblioteca. La posibilidad de que ese maquinista y sus alumnos se reconozcan, se identifiquen con esa herencia, y recompongan un vínculo con el pasado en el cual el museo puede oficiar como medio articulador, eso es algo ya más complejo. (RANCIERE, 2010: 52-80)



Finalmente, quisiéramos contarles acerca del Archivo de Pedro Caballero. Pedro Caballero, mecánico de locomotoras anotaba en sus libretas (que podían ser cuadernos escolares o viejos formularios del ferrocarril) los nombres de sus compañeros de escuela o de trabajo fallecidos, de ministros, intendentes de la ciudad o de sus gatos, o los nombres y números de las locomotoras a vapor. Los leía constantemente y por eso tenía en su memoria esos datos siempre frescos. A diferencia de otros ferroviarios, Pedro empezó a venir cotidianamente al museo. Así él tomó la costumbre de registrar en su cuaderno nuevo que le regalamos, día a día, a dónde iba, con quiénes se encontraba, qué hacía, qué veía. Si conversábamos, por ejemplo, sobre los lugares donde en otras épocas se hacían bailes, cuando volvía a su casa agregaba una lista completa de salones y centros de reunión. El cuaderno se fue convirtiendo en un diario no sólo de sus actividades sino también en un registro de las regiones por las que iba transitando su memoria prodigiosa.

Así, a través del contacto regular con el museo no solamente cobró conciencia del valor de su propio archivo y fue modificando sus propias prácticas como “archivista”, sino que desde el museo también tomamos en cuenta la existencia y la pertinencia de prácticas de memoria como la suya. En una misma caja del Archivo podemos encontrar entradas de cine y recibos de sueldo, (e inclusive las bolsas en las que guarda sus cosas forman parte del archivo). El orden de sus papeles sigue las vueltas de su memoria, no corresponde a un orden cronológico o tipológico sino que tiene una estructura en espiral, un bucle. Al haberse integrado a la actividad cotidiana del archivo y del museo, Pedro fue mucho más allá del par de manos, la conversación breve y la despedida de quien viene al museo, trae y dona o presta, ya que desde su singularidad se fue volviendo una llave de acceso a la historia de la ciudad, del ferrocarril, de la comunidad en un sentido mucho más amplio.

Durante sus años como ferroviario, Pedro no ocupó ningún cargo de importancia por eso el suyo es un archivo ex-céntrico. Ese fue su poder y es la base de su valor para nosotros: desde ese margen remoto Pedro, con la autoridad de un exégeta, nos fue guiando -a través de sus cuadernos y libretas llenos de listas, y de las revistas y libros de su biblioteca-, por las calles de White y de Bahía (las de antes y las de ahora), nos explicó detalladamente el mecanismo de la bomba de vacío de la locomotora Baldwin Lima Hamilton, o la variada procedencia de los "artefactos" de su patio.



Plantear cómo llegan las cosas al archivo nos lleva a cuestionarnos para qué las conservamos, por qué las tenemos en este archivo a pesar de su carácter fragmentario. Y las tenemos y lo llamamos archivo porque en la inmensa oscuridad de lo que sabemos que está irremediablemente perdido, esos papeles son destellos que nos permiten entender algo de aquella realidad pasada que, de todos modos, siempre nos va a resultar inaprehensible en su totalidad (GINZBURG, 2010: 54 y 370). Pero fundamentalmente porque Ferrowhite, al plantearse como museo comunitario, no solo habla de una comunidad, se remite y se referencia en ella sino que incorpora sus procedimientos de memoria, y se constituye en vínculo entre las historias particulares y la historia de conjunto (DERRIDA, 1947:24).

El fuego ha dejado en la oscuridad una historia, y solo es posible reconstruirla en base a estos rescoldos salvados por azar. Esto deriva del carácter intuitivo, y a la vez visionario de personas que, como Repetti, el o la que guardó el libro de talleres noroeste, Pérez en la estación Garro, Ibarra el maquinista y Pedro, juntaron esos papeles en cajas de cartón porque, – y tal vez, a pesar de la debacle, como herencia de aquel mundo en que un obrero podía leer un poema como el de Zibechi - comprendieron que eso que tenían ahí forma parte de una historia más amplia y significativa, la historia de la comunidad o de un mundo de referencia.

La profesionalización de la tarea de archivo, procurando un orden, catálogo y accesibilidad y, a la vez, la puesta en valor de prácticas y materiales de archivo que no son exactamente profesionales es el doble camino a través del cual tratamos de reacomodar los escombros de un mundo que voló por los aires, las teselas de un mosaico interminable, que nunca va a llegar a estar completo. Son las herramientas y los materiales que tenemos en nuestro pañol. El intento de utilizarlas para recomponer ese mundo -aunque sea fragmentariamente- representa, sin embargo, la chance de asomarnos a un pasado que nos intriga, nos cuestiona y nos interpela a la hora de decidir sobre nuestro futuro.


Lecturas:

CENA, Juan Carlos (2003), El ferrocidio, Buenos Aires, La Rosa Blindada.

DERRIDA, Jacques (1997), Mal de archivo, una impresión freudiana, Madrid, Editorial Trotta.

FURET, Francois (1984), In the workshop of history, Chicago, University of Chicago Press.

GINZBURG, Carlo (2010), El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

RANCIÈRE, Jacques (2010), La noche de los proletarios: archivos del sueño obrero, Buenos Aires, Tinta Limón.

ZIBECHI, Juan (junio de 1937), “Blasón de Hierro”, en Revista La Fraternidad, número extraordinario por el 50º aniversario, número 625, p. 155.

4 comentarios:

mdominguez@uns.edu.ar dijo...

Felicitaciones Ana, es vital recuperar todo lo que se pueda nuestra historia, con el tiempo cada vez sabremos más en especial de los tiempos del 1900. Muchas gracias por tu trabajo y por el aporte de tantas manos anónimas.

Ana Miravalles dijo...

Gracias, Marta!

Claudio Omar Fernandez. dijo...

En 1994 toda la documentacion de la oficina de bienes raices en bahia blanca sud fue, cargada en un vagon cubierto doble 30 metros cuadrados por un metro de alto era el volumen de valiosa documentacion, abandonada a la suerte de dios en un lugar de la playa de maniobras yo alcance a poner a salvo una pequeña parte, tiempo despues cuando volvi al lugar todo fue prendido fuego por niños, que jugaban me comento una vecina de calle parchape, mas de 100 años de la historia del Ferrocarril sud en bahia blanca se perdieron en ese vagon siniestrado.

Ferrowhite dijo...

Tremenda historia esta que contás, Claudio. Gracias por compartirla.