domingo, 28 de febrero de 2010

NOROESTE ES CARNAVAL


Las estaciones de trenes ya no son lo que eran. No son un mundo de gente esperando el servicio. Tampoco te cruzás vendedores o empleados ferroviarios de acá para allá. Una estación ferroviaria, hoy, es un lugar engañosamente quieto, apagado, en el mejor de los casos perseverante. Semejante estructura de espacios amplios y paredes bien hechas invita, de cualquier manera, a ser habitada una vez más, revivida; un techo que llama a reunirse, a mostrar lo que sea que se esté haciendo, a celebrar cualquier acontecimiento que así lo requiera.

Estamos en época de carnavales y la fachada de la estación Noroeste luce colorida, ruidosa. De lado a lado una hilera de bombitas rojas y amarillas señala el escenario reforzado por algunos tachos de luz.

Por los senderos que se abren desde la vereda y desembocan en la estación vienen llegando familias, parejas, grupos de amigos que se dispersan por el césped del parque. El humo que se enreda entre la copa de los álamos, a un costado de la estación, señala el puesto de choripanes, vinos y gaseosas, atendido por gente de las murgas. Los pibes se corren desquiciados echándose espuma unos a otros. Al busto de Martí le pintan, despreocupados, un efímero bigotón canoso que lo hace más mejicano que cubano. Pero en este lugar, al menos por tres noches, nada será lo que parece.

De a poco, también, van arribando los colectivos con las murgas y las familias de distintos barrios. De Miramar, de Villa Rosas, de White. Acá ya están los del Cucharón, los Mocosos, los Faroleros y los de Vía Libre. Flamean las banderas al ritmo de los parches. Cada cual apuesta a su vestuario o a su comparsa. Se suceden los desfiles, los cantos y las retiradas. A lo lejos el cielo se ilumina relampagueante, amenaza lluvia, pero a nadie le preocupa mientras suenan los timbales y redoblantes en una noche de verano en la estación Noroeste.

martes, 16 de febrero de 2010

UNA PLAYA EN EL PATIO DE TU CASA



Acaso el adjetivo “autónomo” señala no tanto, o no solo, la relativa independencia de este puerto con respecto al Estado que fue su administrador pleno hasta 1993, como su progresivo aislamiento de la población que levantó sus cimientos, trabajó en él y disfrutó de sus costas ahí donde se pudo. ¿No es esa autonomía, establecida en relación con el orden local, el correlato de una mayor dependencia con respecto a las normativas y vaivenes del comercio global?

Los perímetros alambrados, la audacia de quienes los traspasan a pesar de todo, convierten a la costa de Bahía Blanca en un extraño territorio de frontera. Linde vallado que no separa a un país de otro, sino a los habitantes de un mismo lugar según tengan o no que ver con los enclaves locales a través de los que empresas de capital extranjero almacenan y despachan granos, producen polietileno o urea, eslabonando un sistema de producción que da impulso, pero al mismo tiempo parece fijar rasgos y límites al crecimiento y la distribución de la riqueza.

Juan Carlos Alesoni nació en las colonias ferroviarias que existían debajo del puente La Niña, a metros del sitio en el que grabamos esta entrevista. Para el niño Juan Carlos las vías y los elevadores, la usina y su taller, todo este lugar hasta donde la vista alcanza, formaban parte de su "patio". El patio de la "colonia", esa casa prestada por la empresa ferroviaria estatal que sus viejos, aunque ahora cueste entenderlo, sintieron siempre como propia.

A diferencia de Alesoni padre, quien trabajó casi toda su vida en la playa de maniobras de Ingeniero White, la historia laboral de Juan Carlos –que es parte de la de la Argentina de estos últimos cuarenta años-, lo ha llevado de un lado para el otro. Fue puestero en el viejo Mercado de Abasto de calle Aguado, operario en una fábrica de fideos, ordenanza en La Nueva Provincia, chofer de camiones para YPF y de colectivos para las compañías Coronel Ramón Estomba y La Unión. Hoy es sereno en el molino harinero de Puerto Galván, actual propiedad de la empresa de agronegocios Los Grobo. Juan Carlos ha vuelto a pasar así la mayor parte de su tiempo cerca de las aguas de la ría, a pesar de que su obligación, hoy por hoy, consista en impedir que alguien no autorizado por la compañía llegue hasta ellas.

viernes, 12 de febrero de 2010

PERSONAL FEMENINO EN TALLERES BAHIA BLANCA NOROESTE


La hechura del vestido de novia me pagué con el primer sueldo del taller, me contaba hoy Graciela Gigliotti, sicóloga, una de las seis mujeres que -entre 1975 y 1977-  pasaron a formar parte del personal de Talleres Bahía Blanca Noroeste.

Graciela y dos de sus compañeras ingresaron al taller mientras cursaban el último año de estudios de la carrera de sicología como empleadas en la oficina de liquidación de sueldos:

Cuando llegabas sentías muy fuerte el olor a leña que se usaba para calefaccionar por todos lados, se te enganchaban las medias, la ropa se ensuciaba muchísimo, con el hollín y el polvillo que había en el aire, eso sí, el clima era de mucho respeto y compañerismo.


Para mí, fue encontrar un lenguaje tan distinto, tan concreto: aprendí palabras que nunca antes había escuchado: ajustaje, estopa, desguace, desguazar un vagón, esa palabra me resultaba, me resulta fatal.