jueves, 8 de diciembre de 2016

GIROS


En este museo las mañanas de los jueves se llenan de olor a café. Es que cada jueves, sin falta, llega el colectivo de “Caminos culturales”, un programa de PAMI que invita a jubilados de toda la ciudad a conocer los museos de White, y de yapa, a compartir un rico desayuno. En realidad, el café con leche y la torta son una excusa. El preámbulo para una ceremonia que subvierte la lógica ordinaria con la que se “dan” visitas “guiadas”. Porque ¿Qué le vas a contar sobre la historia del trabajo a un laburante de toda la vida? Mejor escucharlo.

Así que eso hicimos. En lugar de perorar alrededor de las cosas, pusimos a girar los objetos en torno a nuestros invitados. Recuperamos una vieja mesa giratoria y la llenamos con bártulos de lo más variados. Cada jueves la mesa da vueltas como el cabezal de un pasacasete que rebobina. Hay algo hipnótico en su movimiento que nos impide quitarle los ojos de encima. En la campana de cristal de nuestro depósito, los objetos portan etiquetas con coordenadas de batalla naval: G-1-2: picadora de carne; K-6-1: radio, B-2-5: canasto de maquinista. Pero los giros rompen con cualquier pretensión de ubicación fija. Ahí viene el teléfono gris a disco, más atrás el farol de guarda... allá van la regla y la botella de cognac… ya se aleja el canasto y el cartel de la estación Garro. Las cosas en tránsito nos ponen en trance:



Yo soy Rosalía. “Mi madre trabajaba en la CAP y salía de trabajar a las 2 de la tarde y nosotras preparadas ya para ir al balneario de Galván. Vivíamos a tres cuadras de Noroeste, de la estación, íbamos ahí. Me acuerdo que un día llegamos y había una tormenta y justo que bajamos del tren, que había una bajada para ir a playa, se larga a llover, ¡unos trrruenos! Menos mal que el tren venía de vuelta de acá, de White, iba de vuelta a Galván y nos subimos de vuelta. Tanto correr para ir y después… Nosotros veníamos a pasar toda la tarde. Traíamos una canasta, la malla, unas galletitas, yo no era muy grande, tendría 12 años, ¿y sabés lo que traíamos?, mate cocido con leche y pan con paté”.

Yo soy Norberto. “Voy a hablar de la máquina de picar, como buen carnicero. Soy hijo de carnicero. Era tanta pobreza que ¿sabés qué picaban con una más grande que esa? El corazón de la vaca. El corazón de la vaca parece de plástico, entonces para salir por acá, patina, porque uno que está en la casa no la hace afilar como el carnicero, entonces mi mamá le ponía pedazos de pan duro para que corriera, después lo apretaba y salía. Comprábamos un corazón grande y hacíamos albóndigas, carne picada.”


Yo soy Ángela. “Vivo en Bahía Blanca pero soy nativa de Coronel Dorrego y el farol me hace recordar cuando íbamos con mi padre y hermanos a ver la llegada del tren, porque ahí llegaba un señor, Chimino, que era comisionista, hacía Tandil- Bahía Blanca y nos traía paquetes de nuestro tío que vivía en Tandil. Y además el señor Aldea, que vendía los diarios y revistas en Dorrego, iba a la estación a recibir los paquetes de todo lo que él compraba para que después los habitantes de Dorrego pudiéramos comprarlo. Iba mucha gente a ver la llegada del tren.”

Yo soy Mabel. “Sobre el cognac, no, porque en mi casa no había eso, pero sí, mis papás tenían un tambo y a la madrugada había que ir al tambo, y en verano solían ordeñar 1000, 1200 vacas, no era una. Nosotros nos abrigábamos, los cuatro hermanos mayores y mi mamá nos ponía un caramelo y sino un terrón de azúcar, azúcar que venía en bolsa, y nos ponía en el mate porque nos daba mate a todos iguales, un chorrito de alcohol en el terrón de azúcar, dentro del mate y ese era el calor que teníamos para ir al corral a ordeñar, nos calentaba el cuerpo. Y yo que era la que maneaba las vacas, cuando había tanto frío, la vaca se echaba y yo me sentaba en la ubre de la vaca, me acurrucaba en la verija de la vaca y ahí me quedaba hasta que los demás, mi padre y hermanos ordeñaban, ese era el calor que tenía yo.”


Nos gusta pensar que los objetos que están sobre la mesa no valen sólo por la calidad de sus materiales, de su factura o de su diseño, sino también -y sobre todo- por las historias que convocan. Sin embargo, los recuerdos no son todos iguales. ¿Será posible esbozar una tipología que vincule a estos objetos con los procesos mnémicos que inspiran?

Objetos de lo cotidiano que despiertan la gestualidad de su uso: cómo había que agarrar la alcuza para llenar de querosén el calentador, cuánta paciencia había que ejercitar para pulir con ceniza el metal hasta sacarle brillo o hasta dónde habrá tenido que meter el dedo Juan Carlos para que la picadora se lo cortara.

Objetos del rebusque que traen a la memoria la vez que Pedro, a falta de embudo, cortó el pico de una botella de vidrio y se lo agregó a la picadora para poder embutir los chorizos, de los sellos de “LENGUA” o “MATEMÁTICA” que Inés fabricó para hacer los boletines a sus alumnos, o de las ingeniosas recetas que inventaban muchas madres para hacer rendir la poca carne.

Objetos del deseo, como la radio que Lilian siempre quiso tener, tanto que cuando se casó, “fue lo primero que mi marido me regaló”. Objetos que portan enigmas, como “qué llevaba en su canasto el guarda del tren” o “cómo hacían en los radioteatros para meter tantos caballos adentro de este pequeño aparato”.



Además de evocar recuerdos, cada pieza es susceptible de ligar las trayectorias personales en ese tejido más amplio que llamamos historia colectiva. En este museo público, una llave de boca de hierro, con la inscripción Made in England, no es sólo una llave de ajuste, sino también un vector de la memoria compartida. Las cosas dan tantas vueltas como vueltas tiene la vida.

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