jueves, 2 de mayo de 2019

UN MUSEO COMÚN

Queremos que los museos sean parte activa de la vida de sus comunidades. De acuerdo. Pero, ¿estamos segurxs de saber de qué hablamos cuando hablamos de “comunidad”? Con semejante pregunta en mente armamos, junto a Analía Bernardi, Guillermo Beluzo y el equipo de la Dirección Nacional de Museos, "Un museo común", un curso que el año pasado nos puso a trabajar con cientos de colegas que, de otro modo, nunca hubiéramos imaginado conocer.

En esta entrada extensa dejo apuntadas algunas notas sobre el concepto de comunidad que sirvieron como base para la propuesta.



1. La comunidad en cuestión

Cuando arranqué, allá por 1997, a colaborar con el Museo del Puerto, "comunitario" era un adjetivo que servía para calificar a determinado tipo de museos. Instituciones por lo general pequeñas, vinculadas a una población o a un territorio específicos. Pero, de aquel entonces a hoy, la comunidad se ha convertido en una cuestión que parece atravesar la labor de muchos museos, sin importar su tema, su escala o el presupuesto que manejan. Como si, en definitiva, no hubiera museos que no fueran comunitarios sino sólo museos más o menos atentos a las comunidades sobre las que inciden y de las que, a su vez, dependen.

En Ferrowhite tardamos bastante en advertir que "comunitario" era una etiqueta que habíamos asumido sin revisar. Comunidad es una palabra muy antigua que, a la vez, parece estar de moda. Lxs docentes hablan de la "comunidad educativa", lxs investigadores de la "comunidad científica", lxs médicxs de la "salud comunitaria". Facebook se propone ante sus usuarios como una comunidad, e incluso una empresa de telefonía móvil invita a sus clientes a formar parte de la "Comunidad Movistar".

O sea, todo el mundo habla de comunidades, pero las comunidades de las que tanto se habla no son, ni significan, siempre lo mismo. De manera muy general, podríamos decir que empleamos el término para aludir a grupos humanos (¿pero sólo humanos?) ligados entre sí por algún sentido de pertenencia. El asunto es relevante porque esa pertenencia define, en cierta medida, quiénes somos, la manera que tenemos de entender nuestra propia identidad. Pero por eso mismo la comunidad delimitaría también aquello que no somos, un afuera opuesto a ese adentro en el que nos sentimos involucrados.

Durante siglos, la fe religiosa fue determinante en este aspecto, y en buena medida, lo sigue siendo. También los Estados modernos, sobre todo durante el proceso de su consolidación, han intervenido con fuerza en la constitución de colectivos identitarios. Las narrativas de los museos nacionales son testimonio de ese proceso. Para no hablar de las corporaciones que buscan fidelizar nuestros consumos configurando, a través de sus marcas, enteros modos de vida. Hoy como nunca el consumo nos subjetiva. Cada una de estas maneras de entender los lazos comunitarios se enredan entre sí para tramar un mundo de identidades complejas que parece involucrar a cada uno en múltiples comunidades en simultáneo.

Quizás el primer prejuicio a despejar es aquel que presupone para el término comunidad un sentido progresista. Por el contrario, la palabra siempre ha formado parte del vocabulario de conservadores y reaccionarios, militando a menudo del lado de los enemigos de la vida moderna. En todo caso, como sucede con cualquier otro concepto de extenso linaje, "comunidad" es una palabra en disputa. Quienes trabajamos en Ingeniero White lo sabemos mejor que nadie.

Preguntar por la comunidad desde los museos equivale a interrogar cómo concebimos cada “nosotrxs” del que nos sentimos parte. Se trata de una pregunta eminentemente política ya que, al formularla, estamos sometiendo a examen todo aquello que se presenta como el fundamento en apariencia espontáneo del orden que, desde que nacemos, rige nuestras vidas. Por eso, como sucede con los museos, ninguna idea de comunidad es “neutra”. Hay tantos modos de entenderla como orientaciones ideológicas existen. Y cada idea de la comunidad tiene consecuencias concretas. Quiénes cuentan como sus integrantes y quiénes no, quiénes obedecen y quiénes mandan, y según qué criterios, depende de una concepción u otra del término.



2. Comunidad y Sociedad

Hablar de comunidad no es lo mismo que hablar de sociedad. Puede incluso que resulte lo contrario. Solemos emplear ambas palabras para nombrar, de manera genérica, a los grupos o conglomerados con los que nuestros museos se relacionan. En el apuro, llegamos a utilizarlas como términos intercambiables, pero se trata, en rigor, de conceptos que divergen. Repasemos la definición de "sociedad" consignada por el Comité de Museología del ICOM en sus "Conceptos claves de museología":

“Si bien, a primera vista, la sociedad se puede definir como una comunidad estructurada por instituciones, el concepto de comunidad difiere en sí mismo del de sociedad, puesto que una comunidad se presenta como un conjunto de personas que viven en colectividad o se asocian porque tienen ciertos puntos en común (lengua, religión, costumbres) sin agruparse necesariamente alrededor de estructuras institucionales. De manera general, uno y otro término se diferencian, sobre todo, en razón de su dimensión. El término ‘comunidad’ se usa generalmente para designar a los grupos más restringidos pero también más homogéneos (la comunidad judía, gay, etc., de una ciudad o de un país), mientras que el de ‘sociedad’ es evocado a menudo para conjuntos más vastos, a priori más heterogéneos (la sociedad de este país, la sociedad burguesa).” (1)

No es sencillo otorgar un significado sucinto y a la vez preciso a una palabra tan amplia como "sociedad". El término parece comprender casi cualquier clase de agrupamiento humano. Sin embargo, para la principal organización de museos del mundo, la sociedad es, justamente, aquello que no debe ser confundido con la comunidad. Ambos términos se definen por su mutua diferencia. Si uno pudiera poner a los conceptos debajo de un microscopio, encontraría en los intersticios del sustantivo colectivo "sociedad" a los individuos, esos átomos sociales que, extraños entre sí, acuerdan pautas formales de convivencia. Los ciudadanos de una República, los vendedores y compradores del mercado, incluso el público de nuestros museos puede ser pensados bajo una misma figura: la de una reunión de perfectos desconocidos cuya conducta es regulada por esa suerte de pacto tácito que los filósofos de la política y del derecho moderno llaman el “contrato social”. Vista de cerca, la comunidad parece componerse, en cambio, de vecinos, parientes y amigos (o enemigos). Es decir, toda gente conocida, más o menos cercana, a la que estamos ligados por una historia común. Las comunidades resultarían, por eso, más homogéneas que las sociedades, pero también más pequeñas. Vinculados a un territorio local, a la vida en el campo, en el pueblo o el barrio, los integrantes de cada comunidad compartirían entre sí rasgos raciales, étnicos, religiosos, lingüísticos o culturales definidos a priori. Por contraparte, las sociedades abarcarían distintos territorios, pero también distintos grupos de individuos, y a raíz de ello, se encontrarían organizadas según pautas convencionales sostenidas en leyes e instituciones de carácter impersonal. Las sociedades serían anónimas, en tanto que las comunidades estarían llenas de nombres propios. Las comunidades serían más “cálidas”; y las sociedades, más “frías”. Las comunidades se establecerían “de palabra”; y las sociedades “por escrito”. Las comunidades darían mayor lugar a la emotividad; y las sociedades, a la razón.

La distinción propuesta por los miembros del Comité de Museología del ICOM no es nueva. Allá por 1887, un pensador alemán llamado Ferdinand Tönnies publicó un libro al que tituló Gemeinschaft und Gesellschaft; es decir, “Comunidad y Sociedad” (o Asociación, según se traduzca). (2) En la definición de Tönnies, comunidad y sociedad no solo son entidades distintas sino, además, contrapuestas. Su antagonismo está relacionado con un proceso histórico muy amplio, que va del mundo agrario y feudal de la Edad Media a la constitución de los Estados nacionales, pasando por el desarrollo de la revolución industrial, la difusión del pensamiento científico, la expansión colonial europea, el estallido de las revoluciones burguesas y el establecimiento, a nivel global, del modo de producción capitalista. Es decir, por las grandes transformaciones que configuraron el mundo tal como hoy lo conocemos. Un proceso por el cual, según Tönnies y muchos otros pensadores después de él, las relaciones sociales desplazan, poco a poco, a los vínculos comunitarios.

La Gesellschaft (sociedad) resulta entonces una noción correlativa a un mundo en el que se extienden las relaciones contractuales y de mercado. Se la concibe como una reunión de sujetos racionales y libres, individuos autónomos, que acuerdan asociarse entre sí a fin de maximizar su propio beneficio, o a partir del reconocimiento consciente de su circunstancial dependencia, pero a los que nada ata de antemano ni liga para siempre. En cambio, el vínculo que une a las personas en la Gemeinschaft (comunidad) es imaginado como “natural”. En una comunidad, el parentesco y la vecindad cumplen un papel fundamental. Sus integrantes se conocen y confían entre sí, comparten vida, trabajo, paisaje y costumbres. La Gemeinschaft, nos explica el sociólogo catalán Manuel Delgado, “se asocia íntimamente con un territorio con delimitaciones claras, cuyos habitantes ordenan sus experiencias a partir de valores divinamente inspirados y/o legitimados por la tradición y la historia” (3). En resumen: una comunidad presupone, según Tönnies, un territorio claramente delimitado, con habitantes nativos, vinculados entre sí por costumbres perdurables en un todo orgánico, armónico y coherente que hunde sus raíces en un pasado inmemorial o desciende en línea directa del mismísimo Dios. Ahora bien, ¿alguno de ustedes conoce una comunidad así? ¿Existiría en 1887? ¿Existió alguna vez?

Traemos a cuento la definición de Gemeinschaft con el propósito de someter a examen los rasgos esencialistas del concepto acuñado por Tönnies. Rasgos que forman parte de un muy difundido sentido común acerca de lo que se suele entender por comunidad, y que marcan, hasta el día de hoy, la manera que tenemos de trabajar en nuestros museos. Si tras el término ‘Gesellschaft’ asoma la organización racional del mundo por parte del interés burgués, en el de ‘comunidad’ resuenan los ecos de la revuelta romántica contra las consecuencias no deseadas de dicho proceso. Un eco que se prolonga hasta nuestros días en la romantización frecuente de lo que sucede en muchos territorios locales. Nada menos parecido a la comunidad y al museo que nos tocaron en suerte.

La antinomia de Tönnies tiene el mérito de resumir en una fórmula eficaz el malestar de toda una época. Es contemporánea de un interrogante que desveló a otros pioneros de las ciencias sociales como Émile Durkheim y Max Weber: debilitada la autoridad de las tradiciones, disuelto todo valor trascendente, ¿qué mantiene unidas a las personas entre sí? Pero, así concebida, la comunidad corre también el riesgo de convertirse en una entidad idealizada, que se define por rasgos inmutables, obligatoriamente compartidos, y de la que queda excluida casi cualquier posibilidad de novedad o de disenso. Esta noción de la vida en común puede tornarse enemiga de la democracia y ha corrido, de hecho, la más trágica de las suertes al convertirse en fundamento de numerosos regímenes autoritarios a lo largo de la historia del último siglo. La comunidad de Tönnies se parece demasiado a un Edén perdido, cuya existencia tiene más que ver con la nostalgia por un pasado mítico que con el concreto presente. Ir en busca de ese paraíso puede conducirnos al peor de los infiernos. Pensemos en el ideal de pureza racial que sirvió para justificar los campos de exterminio del nazismo, pero también en los argumentos con los que, en la actualidad, muchos gobiernos europeos levantan barreras contra los refugiados de sus antiguas colonias. Pensemos en Trump y su idea de levantar un muro en la frontera entre Estados Unidos y México. ¿Cuánto de aquella idea de la comunidad como un ente primordial bajo amenaza opera en la base de las políticas segregacionistas que proliferan, hoy por hoy, en tantos lugares? Pero, sin ir tan lejos, pensemos también en los recortes identitarios que imponen los muros de nuestros propios museos. En la percepción, habitual en localidades pequeñas como Ingeniero White, de que todo "pueblo chico" es, en realidad, un "infierno grande" plagado de silencios cómplices. ¿En qué medida esta visión de la comunidad como una esencia cerrada sobre sí misma sobrevive, de manera más o menos solapada, en las vitrinas de nuestras instituciones, en sus criterios de selección, en la manera en que interpelan a sus visitantes? E, incluso, dándole una vuelta de tuerca más al asunto para examinar nuestras propias certezas progresistas, preguntémonos: ¿No es un poco esencialista también la carrera discursiva por ver qué museo se declara más participativo, más inclusivo, más políticamente correcto? ¿No será que a veces tendemos a proyectar los ideales que defendemos en las comunidades con las que trabajamos, sobreestimando la eficacia de nuestra tarea y restándole así complejidad a la realidad en la que nos hallamos insertos? 

Al cabo de este rodeo, ¿debemos concluir que toda apelación a la noción de comunidad nos convierte en conservadores consumados, en progres confundidos o en abanderados pertinaces de la reacción? A nosotros nos parece que no. Aunque tampoco estamos tan seguros. Creemos, en todo caso, que el intento contemporáneo de vincular a los museos con sus entornos requiere desafiar tanto la idea idílica de comunidad hasta aquí expuesta como la propia antinomia entre comunidad y sociedad de la que proviene. Tal distinción es útil pero insuficiente a la hora de comprender lo que sucede a nuestro alrededor. Tal vez convenga entender que uno y otro término no representan realidades sustantivas, opuestas en una confrontación irreductible. Tampoco se trataría de fases o etapas que se suceden a lo largo de una historia lineal. Preferimos reconocer en estos dos términos dinámicas que se entrelazan.

Pongamos en relación el concepto de comunidad sobre el que venimos hablando con la experiencia particular del museo en el que trabajamos. Ferrowhite es un museo dedicado a la historia del ferrocarril. Guarda objetos relacionados con los trenes en la zona de Bahía Blanca. En términos históricos, el ferrocarril unió regiones, subordinó las economías locales a las economías nacionales, vinculó a las naciones entre sí y a las metrópolis con sus remotas colonias. Es decir, funcionó como un férreo destructor de comunidades ancladas a un terruño. El pequeño fuerte de frontera que hasta 1884 era Bahía Blanca “voló por los aires” con la llegada del tren. En pocos años, aquel caserío se convirtió en una ciudad. Para un autor como Tönnies, hablar de “comunidad ferroviaria” o de un museo comunitario dedicado a la historia del ferrocarril resultaría contradictorio. La comunidad, según Tönnies, es una forma de organización premoderna. El ferrocarril, en cambio, representa uno de los máximos emblemas del proceso modernizador. Desde el punto de vista del alemán, integrar ambos conceptos en una misma expresión no tendría sentido. Resultaría un oxímoron. Sin embargo, aunque parezca contradictorio, fue el sentido de pertenencia a una empresa nacional amenazada por el desmantelamiento, aquello que aglutinó al grupo de ferroviarios que se dio la tarea de reunir los objetos que dieron lugar a nuestro museo. Y es ese mismo sentido de estar hermanados en una historia, llena de idas y vueltas, la que aparece con fuerza en el relato de muchos de los trabajadores que, aún hoy, se acercan a nuestro museo a contar sus experiencias.

Tönnies publicó su libro en 1887. El ferrocarril llegó a Bahía Blanca en 1884. Pasaron 130 años, más de un siglo de pleno despliegue de la Gesellschaft y, sin embargo, los vínculos comunitarios no han desaparecido. Ni en Alemania ni aquí, en Ingeniero White. ¿Por qué? Tal vez porque a muchos nos hace falta establecer algún sentido de pertenencia y de continuidad con aquello que nos rodea. Un horizonte para nuestras vidas más amplio que el de nuestra limitada existencia individual. Un marco para nuestros actos menos abstracto que el que imponen las leyes del Estado y menos fluido que el que reclama la dinámica aceleratoria del capital. En su despliegue, las relaciones sociales no acaban con los vínculos comunitarios. A diferencia de lo que un tosco evolucionismo histórico nos llevaría a suponer, las formas de organización que hasta aquí identificamos con la “sociedad” no han suplantado a las prácticas comunitarias. En todo caso, allí donde la “comunidad tradicional” retrocede, nuevas formas de organización de lo común proliferan. Ferrowhite es un emergente de ese proceso.

Quizás comunidad y sociedad deban ser pensadas no como términos antitéticos, sino como elementos de un mismo orden complejo. Los lazos comunitarios no son una rémora del pasado. Continúan representando una necesidad presente. Por eso las nuevas formas del despliegue capitalista están tan atentas a generarlos, aunque en función, claro, de sus propios intereses. La clave a la hora de vincular a los museos con su entorno tal vez radique en reconocer que, lejos de la coherencia inmutable que muchas comunidades concretas tienden a presuponer para sí, su realidad es siempre contingente. Una comunidad se produce día a día, y en esa producción intervienen actores heterogéneos, gente que no está de acuerdo, que a veces ni siquiera vive en el mismo sitio o habla el mismo idioma. Como toda construcción humana, la naturaleza de las comunidades es “política, situada, conflictiva y procesual”. (4)



3. ¿De qué somos dueños en un museo?

La comunidad no comienza cuando damos un paso afuera del museo. Habita ya en sus salas y en sus depósitos; en cada cosa que esas salas exhiben y que esos depósitos guardan. En la más primaria de las operaciones museográficas, aquella que decide apartar del orden cotidiano determinados objetos para preservarlos del paso del tiempo, cristaliza ya cierta concepción de la comunidad, de lo que esa comunidad considera bello, memorable o relevante, es decir, valioso. Pero también, cierta idea acerca de quiénes detentan, dentro de ella, el privilegio de poseer y la potestad de sancionar dicho valor. Los objetos de un museo objetivan relaciones de dominio. En su oficio mudo, nos dicen a qué mundo pertenecemos, pero también cuál es el lugar que le toca a cada uno dentro de él.

¿Para quienes se fundaron los primeros museos? Simplificando, para los varones blancos, heterosexuales, integrantes de las burguesías y las aristocracias europeas ilustradas. ¿Y para qué se inventaron? Para volver tangible la distinción entre quienes cuentan como sujetos y aquellos que son ubicados en el lugar de objetos del conocimiento. Aunque los museos ya no estén destinados sólo a ellos, esto sigue funcionando más o menos así. Que llamemos “patrimonio” al conjunto de cosas que los museos albergan habla del mundo en el que la institución museo surge y se consolida. Sugiere, en principio, que en ese mundo cada uno vale por lo que tiene. Como reclama el filósofo italiano Roberto Esposito, tal vez convendría reflexionar sobre el sorprendente hecho de que la noción ordinaria de ‘bien’ coincida con la idea de cosa poseída:

“[en nuestra sociedad] (...) un bien no es alguna entidad positiva ni un modo de ser, sino aquello que se posee. Esto testimonia la absoluta primacía del tener sobre el ser, que desde hace mucho tiempo ha caracterizado a nuestra cultura. Así pues, una cosa no parece ser ante todo lo que es sino, más bien, lo que alguien tiene”. (5)

De allí que la palabra “patrimonio” aluda no sólo a las cosas poseídas sino también a quien las posee que, de acuerdo a la etimología del término, no es cualquier persona, sino una muy particular: el pater. Pater familias era, en la antigua Roma, el ciudadano varón, sujeto de derecho, bajo cuyo control estaban todos los bienes y personas que pertenecían a su casa. Viejas jerarquías de clase y de género sedimentan en la palabra “patrimonio”. La constitución del patrimonio de un museo depende de una acción muy simple pero plena de consecuencias: algo es tomado de un lugar para ir a parar a otro. Esto supone muchas veces un acto de violencia. El museo gana algo que otros pierden. Es sabido: en el origen de los grandes museos metropolitanos, instituciones como el Louvre o el British Museum, está “el afán de las clases dominantes europeas por coleccionar el mundo”. En sus acervos se acumulan los trofeos de sangrientas empresas de conquista. Así, lo que algunos asumen como herencia propia, para otros es un bien común, y para otros puede resultar testimonio de despojo. La naturaleza del patrimonio cultural resulta, por eso, muchas veces contenciosa. Permanece sujeta a disputas en torno a la propiedad, el sentido y los usos de lo que se atesora.

“Si bien el patrimonio sirve para unificar a una nación, las desigualdades en su formación y apropiación exigen estudiarlo también como espacio de lucha material y simbólica entre las clases, las etnias y los grupos. (...) En las comunidades arcaicas casi todos los miembros compartían los mismos conocimientos, poseían creencias y gustos semejantes, y tenían un acceso aproximadamente igual al capital cultural común. En la actualidad, las diferencias regionales o sectoriales, originadas por la heterogeneidad de experiencias y la división técnica y social del trabajo, son utilizadas por las clases hegemónicas para obtener una apropiación privilegiada del patrimonio común. Se consagran como superiores ciertos barrios, objetos y saberes porque fueron generados por los grupos dominantes, o porque estos cuentan con la información y formación necesarias para comprenderlos y apreciarlos, es decir, para controlarlos mejor”. (6)

Como aconseja García Canclini en el artículo del que proviene esta cita, la selección de lo que se preserva, el modo de hacerlo y los usos que se da al patrimonio deberían decidirse a través de procesos en los que intervengan todos o la mayor cantidad posible de interesados, teniendo en cuenta sus hábitos y opiniones. De eso hablamos también cuando nos proponemos vincular museos y comunidades.

Además de patrimonio, existen otros términos para dar cuenta de nuestra relación con los bienes, tangibles o intangibles, de una comunidad. En los años ’60, en Francia, se adoptó el neologismo “matrimoine”, en contrapartida al de “patrimoine” (y diferenciado de “marriage”), para reconocer precisamente a los bienes o costumbres que nos llegan por línea materna. Así, esta acepción de la palabra “matrimonio” vendría a aludir no sólo al contrato conyugal (a partir del cual las partes tienen derechos y responsabilidades sobre los bienes materiales, su descendencia y ascendencia), sino también a esa herencia que recibimos a través de las mujeres, de las mater familias, algo que en el contexto de nuestra labor cotidiana en espacios como el taller Prende tiene mucho sentido. Más allá de la asimetría de género que los distingue, los conceptos de “patrimonio” y “matrimonio” comparten una perspectiva diacrónica y jerárquica de la herencia. En uno y otro caso estamos hablando de bienes (o costumbres) que se transmiten de manera vertical, de los más viejos a los más jóvenes, y que, por tanto, tienden a suponer una concepción lineal del tiempo, que va del pasado al presente. Como veremos un poco más adelante cuando abordemos la cuestión del “don”, con la herencia también se recibe el compromiso de una nueva transmisión. El objetivo último de los lazos patri o matrimoniales es la preservación de los bienes y las costumbres, para volver a compartirlos, “tal cual los recibimos”, a las generaciones futuras.

Pero hay otra palabra que puede habilitar aún otra manera de concebir aquellas cosas “valiosas” que compartimos. Se trata de “fratrimonio”, concepto planteado por el museologo brasilero Mario Chagas, que tal vez describa mejor la relación que ciertos museos -por caso, los identicados como "comunitarios", aunque también los que se reconocen en la etiqueta más amplia de la "museología social"- mantienen con sus colecciones. (No deja de resultar significativo, sin embargo, que en todas estas palabras las relaciones de herencia queden circunscriptas al universo de los lazos familiares). El fratrimonio nos habla, en principio, de una relación horizontal, derivada de la condición de pares, sean estos hermanxs, amigos o vecinos. En segundo lugar, implica una dimensión explícitamente constructiva y sincrónica en el tiempo del “valor”, en el sentido de que “lo valioso” o “lo importante” no es algo que se hereda de un más allá, sino que se produce y se comparte en el aquí y el ahora. No se trata de algo trascendente, que está definido de antemano y que se recibe (con mayor o menor imposición). El fratrimonio se revela como valioso, diría algún filósofo, "en la inmanencia". Por lo tanto, su tiempo privilegiado es el presente, entendiendo el presente como lo concibe Henry Bergson, como un tiempo que tiene la capacidad de contraer, es decir, de traer hacia sí al pasado y al futuro, dando lugar entonces a una convivencia particular de las tres temporalidades. De modo que, bajo esta concepción de presente, el fratrimonio articula, a su vez, con las otras dos nociones.

Dejar por aquí esbozada la idea de fratrimonio acaso nos permita volver sobre la etimología de la palabra “museo” para reencontrar en este término -identificado tantas veces con la imagen de un solemne “mausoleo”- a la “casa de las musas”. Ese templo dedicado a las nueve diosas, hermanas ellas, que personificaban (y cuidaban) a las ciencias y las artes. El museo entonces como una casa de pares, como un lugar que habilita relaciones horizontales y construcciones en tiempo presente.



4. Nada en común

Entre las numerosas lecturas a mano acerca del concepto de comunidad, nos gustaría centrar la atención en un texto de Roberto Esposito, el filósofo que mencionamos más arriba, titulado “Nada en común”. Se trata de la introducción a su libro Communitas. Esposito no es un autor sencillo, a veces nos resulta a los legos un poco enredado, pero quisiéramos retener un punto central de su argumentación: la idea de que el concepto de comunidad, al menos en lo que concierne a su etimología, no supone la posesión de algo que es común a todos, y que por eso nos une, sino, por el contrario, la ausencia de ese algo. No una “propiedad” o un “patrimonio”, sino la experiencia compartida de lo “impropio”.

“[La comunidad] Fue entendida como aquella sustancia que conecta a determinados sujetos entre sí en el reparto de una identidad”. [Pero] El primer significado que los diccionarios registran del sustantivo communitas (…) es el que adquiere sentido por oposición a propio. En todas las lenguas neo-latinas, y no sólo en ellas, “común” (commun, comune, common, Kommun) es lo que no es propio, lo que empieza allí donde lo propio termina. Es lo que concierne a más de uno, a muchos o a todos, y que por lo tanto es ‘público’ en contraposición a ‘privado’, o ‘general’(...).” (7)

Este planteo invierte el punto de vista de Tönnies y de muchos otros pensadores de la comunidad (y también del patrimonio), para los cuales la comunidad estaría definida por la posesión de alguna clase de rasgo distintivo o definitorio. Para Esposito, aquello que los miembros de una comunidad comparten no es una propiedad sustantiva (como apuntábamos más arriba: territorio, raza, etnia, lengua, religión, valores, gustos, arte, costumbres...) sino su falta. Aquello que nos vincula como integrantes de una comunidad es una deuda constitutiva hacia los demás, un deber inherente al propio lazo comunitario que nos obliga a dar sin esperar algo a cambio.

“Como indica la etimología compleja, pero a la vez unívoca, a la que hemos apelado, el munus que la communitas comparte no es una propiedad o pertenencia. No es una posesión, sino, por el contrario, una deuda, una prenda, un don-a-dar. (...) Un deber une a los sujetos de la comunidad (...) que hace que no sean enteramente dueños de sí mismos (...) [Munus] es el don que se debe dar y no se puede no dar (...) el munus indica sólo el don que se da, no el que se recibe”. (8)

Antes que como integrantes de un museo supuestamente comunitario, las indagaciones etimológicas de Esposito en torno a la palabra munus nos llaman la atención en tanto empleados municipales, porque eso es los que somos, por empezar, quienes trabajamos en Ferrowhite. Se entiende el propósito que guía el razonamiento del italiano: recuperar el concepto de comunidad contra el galopante individualismo de las sociedades contemporáneas y, a la vez, revisarlo críticamente; “deconstruirlo”, para así mantenerlo a salvo de las visiones fundamentalistas, y por tanto, tendencialmente autoritarias, del “ser junto a otros”.

“[La comunidad] Remite al carácter, singular y plural, de una existencia libre de todo sentido presupuesto, impuesto o pospuesto. (...) La comunidad (...) no es un ente, ni tampoco un sujeto colectivo, ni un conjunto de sujetos. Es la relación que les hace no ser ya tales -sujetos individuales-, porque interrumpe su identidad con una barra que les atraviesa modificándolos: el ‘con’ y el ‘entre’, el umbral sobre el cual se entrecruzan, en un contacto que les vincula a los otros en la medida en que los separa de sí mismos.” (9)

Desde este punto de vista, la comunidad no determina ninguna forma específica de vida en común sino que es tan sólo la condición de posibilidad para la constitución de distintos, y nunca definitivos, modos de convivencia. El principio que hace de un grupo de personas una comunidad no sería otra cosa que esa obligación constitutiva de dar que mantiene nuestras existencias abiertas hacia los demás, impidiendo pensarnos tanto como individuos perfectamente aislados -"inmunes", dirá Esposito-, como en perfecta unión, o sea, sometidos a esa identidad sin fisuras a la que las visiones esencialistas de la comunidad, en definitiva, aspiran.

Aunque pueda resultarnos un tanto abstracta, la perspectiva de Esposito encuentra correlato en un conjunto muy amplio de prácticas de intercambio, propias de diferentes culturas, que el antropólogo francés Marcel Mauss agrupó bajo el concepto de “don”. La tesis de Mauss, publicada allá por 1924, en su célebre "Essai sur le don", postula que a través del intercambio gratuito de objetos, ofrendas o lo que, de manera corriente, llamamos ‘regalos’, distintos grupos han establecido a lo largo de la historia relaciones de reciprocidad, de hospitalidad y de asistencia mutua; pero también, maneras rituales de rivalizar, de imponer superioridad y, por tanto, de dirimir conflictos. El acto de dar dota de “grandeza” al donante y, al mismo tiempo, crea una “deuda” en el receptor, la “obligación” de devolver el regalo. La serie resultante de intercambios que acontecen entre los individuos de un grupo -o entre grupos- establece así una de las primeras formas de economía utilizada por los seres humanos.

Pero los rituales de don no corresponden sólo a las comunidades arcaicas. A pesar de que su lógica se contrapone a las pautas del intercambio mercantil hoy dominante, las prácticas de don persisten, transfiguradas, en nuestro mundo moderno, y los museos resultan ámbitos privilegiados para su desarrollo. A la larga historia del vínculo entre el don y los museos dedica François Mairesse uno de los capítulos de su libro "El museo híbrido". Mecenas, donantes y voluntarios participan de este fenómeno que en ocasiones parece desafiar las reglas básicas del capitalismo, y otras veces supone, más bien, su complemento necesario. Mairesse ve en la lógica del don una suerte de tercero en discordia que, a pesar de su carácter frágil, tácito o difuso, viene a complicar la oposición neta entre la propiedad privada y la propiedad estatal de los museos. No sólo en lo que hace al sostenimiento diario de nuestras instituciones. El don organizaría, incluso, la lógica intrínseca a toda cosa que se convierte en un “bien patrimonial”.

“En el origen de la obligación de conservar se encontraría una deuda de los poseedores sucesivos del objeto (quien lo ha descubierto, quien lo estudia, quien lo reconoce como un objeto de patrimonio, el público que festeja su descubrimiento, las generaciones futuras que lo descubren a su vez, etc.) para con el donante originario, una deuda que los impulsaría a donar a otros lo que ellos han recibido” (10)

Mairesse toma esta cita de un texto de Jean Davallon, y completa: “El objeto actúa como un mediador entre dos tiempos. Pero a partir del momento en que lo reconocemos como tal, nos reconocemos también como los herederos de quienes le han dado un valor (...) La operación de patrimonialización se presenta como el reconocimiento de una deuda y, por ende, de un don inicial: el del artista o el grupo social y la de quienes contribuyeron a asegurar la preservación y la valorización.” Esto implica que el sentido y el valor atribuidos al patrimonio de un museo no sería, a pesar de lo que pueda parecer, algo establecido de antemano, un asunto inherente a la naturaleza de las cosas, o a los atributos de una persona o grupo particular (‘el/la artista’, ‘el/la genio/a’, ‘el héroe/la heroína’ o ‘el/la mecenas’), sino el resultado de una tarea siempre renovada. Una tarea que, lo reconozcamos o no, es obra mancomunada de muchos.

En la tradición latina, antes de ser el término utilizado para las cosas compartidas por todos (las res comunes), communis era el nombre dado a aquellas actividades realizadas entre varios individuos. Este “hacer en común” sugiere un fundamento singular para la noción de comunidad, ya que basa la relación entre sus integrantes no en alguna clase de atributo esencial (las “raíces”, las “tradiciones”, los “orígenes”) o trascendental (“Dios”, la “razón”, el "progreso", lo “universal”), sino en un actuar siempre situado, y por eso contingente, que compromete a las personas en relaciones de “co-actividad y co-obligación”, es decir, de cooperación y reciprocidad. “Sólo la actividad práctica puede hacer que las cosas se vuelvan comunes, del mismo modo que sólo esta actividad práctica puede producir un nuevo sujeto colectivo”. (11) Esta idea de lo común como “co-actividad” nos interesa de manera especial. Nos interesa porque reconocemos en ella la idea, modesta, de un museo taller.


5. Manos a la obra

Puede que lo primero que convenga ver en Ferrowhite no sean los objetos que guarda, sino las manos que los sostienen. Porque además de ser un museo sobre la historia del trabajo en el ferrocarril y el puerto, Ferrowhite es un museo taller. Un lugar en el que las cosas, además de ser exhibidas, se fabrican. Y un museo taller es como la mugre. Deja marcas. Crea una mancha identitaria que viaja debajo de las uñas. Estas son las manos de Pedro Caballero:


Para decirlo con palabras de Marcelo Díaz, quien trabajó con nosotrxs en los inicios del museo: “Una llave inglesa es un pedazo de hierro. Pero una llave inglesa en las manos de Pedro Caballero, como en las manos de cualquier otro ferroviario, es un objeto valioso. En esa llave inglesa está el imperio inglés, el trazado urbano de Bahía Blanca con los barrios que quedan a un lado y otro de las vías, el puerto, la Junta Nacional de Granos, el Banco Mundial, el General de los Estados Unidos Thomas Larkin y su plan para “racionalizar” la red ferroviaria argentina, y también está el dirigente gremial Osvaldo Ceci, y los huelguistas del ‘58, y Hugo Llera, arquero notable que dejó Estudiantes de la Plata para venir a Bahía a trabajar al ferrocarril, en épocas en que un futbolista no ganaba ni la mitad de lo que ganaba un ferroviario, y la mujer de Hugo, que marchó por Avenida Alem cuando él y todos los huelguistas fueron presos (...) Todo eso sabía Pedro Caballero. Por eso podía donar una llave inglesa al museo diciendo ‘es un objeto histórico’. Porque no hay una Gran Historia y una pequeña historia, no hay una historia de notables y una historia de la 'gente común'. Hay historia, a secas. Y vida: cambiante, contradictoria, diversa.”

Sin embargo, lo que las manos de Pedro sostienen en la imagen no es una llave de locomotora. Es un puntal de obra. Si Ferrowhite se armó con las herramientas que algunos ferroviarios se llevaron a su casa, puede que hoy, diez años más tarde, el gran donante de objetos de esta institución no sea una persona sino el mar. Por esa lengua de ría que lame la platea de hormigón sobre la que se levanta nuestro museo llegan decenas de cosas a diario. Restos, dirá alguno, de ese naufragio en perpetua expansión y fuga que llamamos capitalismo. Aparecen cascos, neumáticos, granos de soja, cartones de vino y, cada tanto, maderas que la marea arrastra desde el flamante muelle de la cerealera Toepfer o las obras de la minera Vale.

Pero, ¿por qué valdría la pena incorporar estos desechos a la colección de un museo? Porque, trabajo mediante, un puntal de obra es la punta de un ovillo. La astilla de un árbol de relaciones que nos lleva, por el espacio y a través de las épocas, del elevador de granos de una cerealera trasnacional a la infraestructura y las labores que han facilitado, a lo largo del tiempo, el negocio agroexportador, con sus cambiantes protagonistas, con la renta, a menudo extraordinaria, que ha sido capaz de generar, y su desigual apropiación por parte de los capitalistas, los trabajadores, la comunidad y el Estado. Todo un mundo encuentra sostén en este puntal que Pedro deposita, aquí y ahora, en las manos de cada uno de ustedes. Pero comprender eso depende, en un punto, de que hagamos algo con ese puntal, entre ese preciso puntal y los brazos que se organizan en Ferrowhite para darle un uso imprevisto. Por lo pronto, este humilde objeto encuentra hogar pero también perspectiva histórica, rodeado de cientos de voces y miles de papeles, junto a durmientes de quebracho chaqueño y relojes de roble francés que alguna vez cumplieron su función dentro del gran mecanismo. Con su madera fabricamos cajas de herramientas, bancos de plaza, mesas de bar, las piezas de un juego que nos sirve para estudiar el movimiento portuario junto a las chicas y chicos que nos visitan y, además, este banquito:


Construir en un museo taller implica hacer propias y, en ese acto, volver una cuestión pública, las prácticas de la escasez, para reconfigurar, a partir de la parte descartada, una imagen de conjunto que, aún en su parcialidad, nos ayude a advertir las continuidades pero también las alternativas a un orden que suele negociar en el cambio su fundamental permanencia. Misión, para qué lo vamos a negar, poco menos que imposible, pero a la que vale la pena, creemos, ponerle algo de banca. A casi quince años de su inauguración, Ferrowhite no hubiera sido lo que es sin tipos como Pedro Caballero, una persona que ya no está. Hecho que nos confronta con la idea de que el principal patrimonio de este museo -que no son sus objetos, ni su arquitectura, ni su supuesto ingenio curatorial-, no puede ser conservado. En un museo taller se vive asediado por la sospecha de que, en definitiva, sólo nos es posible conservar aquello que se transforma y, tal vez -aunque suene ingenuo, temerario o desmesurado-, de que sólo somos dueños de aquello que se comparte. (12)


6. Comunidades por venir

Desde el punto de vista considerado en estas notas, el término “comunitario” refiere menos a determinado tipo de museos que a cierta dinámica de relación capaz de permear la actividad de cualquier museo. En esta perspectiva, la palabra “comunitario” no se corresponde con aquellos museos, o áreas dentro de un museo, identificados con la palabra “comunidad”. Así como todo museo puede llegar a verse afectado  por la lógica de los vínculos comunitarios, un programa de trabajo explícitamente destinado a la comunidad puede resultar, en los hechos, poco o nada comunitario (en la medida en que resulte verticalista, poco dispuesto a la colaboración, al contacto con lo diferente, etc.). La etiqueta, en el fondo, importa poco. No existe una norma IRAM, un certificado de garantía que nos asegure que lo que hacemos sirva a la tarea democrática que nos debemos.

A lo largo de estos apuntes, hemos intentado ir en contra de las concepciones esencialistas del término ‘comunidad’. A menudo se entiende que los museos nacen porque existe algo supuestamente “natural”, “auténtico”, "puro" u “originario” que proteger. ¿De qué? De un exterior, de un tiempo, de un otro que los amenaza. Acá tratamos de pensar, en cambio, que lo que un museo atento a su entorno preserva es la posibilidad, humilde, de pergeñar formas de vida en común que contribuyan a ampliar la igualdad a la mayor cantidad de diferencias posibles. Es decir, no sólo un conjunto de objetos, sino además -y en particular- la capacidad de cooperar, de juntarse, de compartir entre personas que tienen en común el hecho de ser diferentes y, a la vez, de necesitarse. Una disposición que, necesariamente, muta o se reconfigura de lugar en lugar y de época en época. En definitiva, lo que nuestros museos guardan -sean o no llamados comunitarios- no es sólo el testimonio de un tiempo pretérito sino la posibilidad de activar el lazo que une el pasado al porvenir. No tanto lo dado como el don de lo posible.



Notas

1. Desvallées y Mairesse (2010:79-802 ). Los "Conceptos claves de museología están disponibles" en: https://icom.museum/wpcontent/ uploads/2018/07/Museologie_Espagnol_BD.pdf

2. La genealogía de la palabra comunidad es, desde luego, mucho más amplia. Una reseña de la evolución del concepto desde la antigüedad a nuestros días puede encontrarse en: Fistetti, F. (2004). Comunidad. Léxico de política. Buenos Aires: Nueva Visión. También es uno de los términos considerados por Raymond Williams en su célebre "Palabras clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad." (2003), Buenos Aires: Nueva Visión.

3. Para profundizar en la historia de la antinomia entre “sociedad” y “comunidad” se puede leer el texto de una conferencia del sociólogo Manuel Delgado llamada “Lo común y lo colectivo”, dictada en el Museo Nacional del Prado de la ciudad de Madrid en 2008. Versión online disponible en: http:// studyres.es/doc/2896208/lo-com%C3%BAn-y-lo-colectivo

4. Grimson, A. (2011). Los límites de la cultura. Crítica de las teorías de la identidad. Buenos Aires: Siglo XXI editores.

5. Esposito, R. (2016). Las personas y las cosas. Buenos Aires: Katz editores.

6. García Canclini, N. (1993). Los usos sociales del patrimonio cultural. En Florescano, E. (comp). El patrimonio cultural de México. México: Fondo de Cultura Económica. Disponible en: http://www. iaph.es/export/sites/default/galerias/documentacion_migracion/C uaderno/1233838647815_ph10. nestor_garcia_canclini.capii.pdf

7. Esposito, R. (2012). Nada en común. En Communitas. Origen y destino de la comunidad. Buenos Aires: Amorrortu editores (pp. 21-49). Disponible en: https://www.academia.edu/5422710/Esposito_ Roberto_-_Communitas._Origen_y_destino_de_la_comunidad. La obra de Esposito dialoga con la de otros filósofos contemporáneos europeos como Jean-Luc Nancy y Giorgio Agamben. Qué pasa con la idea de comunidad en tradiciones de pensamiento no europeas es un gran punto pendiente para estas notas.

8. y 9. Ibid.

10. Davallon, J. (2006). Le don du patrimoine: une approche communicationnelle de la patrimonialisation. En Mairesse, F. (2013). El museo híbrido. Buenos Aires: Ariel (p. 150).

11. Laval, Ch. y Dardot, P. (2014). Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI. Barcelona: Gedisa.

12. Las palabras de este apartado forman parte de "Vida y obra", nuestra intervención en el encuentro "El museo reimaginado" (Buenos Aires, 2015): https://museotaller.blogspot.com/2015/09/vida-y-obra.html

No hay comentarios: