domingo, 19 de agosto de 2012

INGENIERO BLUE

Así se ve Ingeniero White a través de un shablón de serigrafía:



Andrea, Carla, Cristian, Marcela, Noe y Nicolás se juntan, acá en Ferrowhite, todos los miércoles a la tarde. Les gusta dibujar. Por eso tienen los dedos llenos de tinta. Quien sabe si lo primero que convendría ver en este museo no son las manos de quienes lo sostienen. Un museo taller deja marcas, crea una mancha identitaria que viaja debajo de las uñas. La serigrafía es una forma de organizar ese contagio. En estos meses, Andrea, Carla, Cristian, Marcela, Noe y Nicolás aprendieron a imprimir sobre papel y tela, y ahora van por todo: madera, chapa, vidrio, cerámica, polietileno... Pero el oficio tiene sus mañas. Requiere, en principio, ser capaz de ver las cosas "en negativo". Saber observar, por ejemplo, a una lancha de flota amarilla como una mancha blanca envuelta en una mancha azul, allí donde, convengamos, ni el mar ni el horizonte suelen exhibir ese color. Dibujar para el shablon requiere síntesis y capacidad para invertir el aspecto inmediato de las cosas. Serigrafiar es, en cierta medida, radiografiar las apariencias. Y también un modo alternativo, el que los artesanos encuentran, de entender la producción en serie, esa clase de actividad que en nuestro mundo corre por cuenta de las máquinas, o mejor dicho, de aquellos que deben subordinarse a sus ritmos. Porque a diferencia de las impresiones industriales, en la serie serigráfica no hay reproducciones exactas. Cada copia resulta, en su imperfección, una huella que señala hacia la persona que la produjo. El pigmento que ralea o desborda sobre cada pieza de tela difumina los bordes netos entre lo idéntico y lo desemejante. Diez remeras recién impresas, todas iguales, todas distintas, parecen preguntar a coro: ¿En qué nos parecemos, en qué somos singulares? Y la pregunta se transfiere, como la tinta a través de la trama finísima del shablón, al grupo de "aprendices" y "maestros" que se reúne en este museo a pesar de que el trabajo y la familia casi no dejan tiempo para otra cosa. Porque si la cultura presupone la tarea de un colectivo, no hay práctica cultural que valga la pena, creemos, si no es capaz de interrogar y transformar, aunque sea un poco, al colectivo que la pone en marcha. Para eso estamos acá. Para eso están ellos, con los dedos manchados, listos para dejar su impronta sobre el blanco que cubre tanto el nombre de esta ciudad como el de su puerto, juntos y a la vez únicos, parte de un mismo equipo con camisetas todas diferentes.



Coordinado por Silvia Gattari y Malena Corte, el taller "Cómo funciona la cosa" levanta la persiana todos los miércoles, a las 14 hs., gracias a un subsidio del Fondo Municipal de las Artes.

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