sábado, 11 de abril de 2020

AL GRANO

Acerca de los Elevadores de Chapa 1 y 2 del puerto de Ingeniero White.

Partamos de un enunciado polémico: la importancia patrimonial de un edificio no se encuentra garantizada por ninguna de sus cualidades intrínsecas. No depende de su tamaño, ni de su estilo, ni de su antigüedad. Y apuntemos, enseguida, que Ingeniero White ofrece en favor de este postulado el mejor ejemplo imaginable. Los Elevadores de Chapa, inaugurados en 1908 y 1909 por el Ferrocarril Sud, eran únicos en su tipo. Un ejemplo deslumbrante de la que por entonces era considerada la "arquitectura del porvenir". Pero el futuro no suele reservar un destino venturoso para sus hitos precursores. Al menos no por estos pagos. Aunque en 1974 se consideró incorporarlos al Patrimonio Arquitectónico de la UNESCO,[1] los elevadores fueron desmantelados apenas cuatro años más tarde mientras Bahía Blanca celebraba, en plena dictadura, su sesquicentenario.



“Dos grandes catedrales grises, imponentes, mirando la inmensidad con los párpados levantados de sus cien ventanas”.[2] Así los describe el poeta Enrique Banchs durante su visita a la ciudad, en 1910. Levantados sobre el linde barroso que une a la pampa con el mar, la silueta de los elevadores no sólo terminó por definir la fisonomía del puerto establecido por la empresa ferroviaria veintitrés años antes. Volvió tangible, sólida como el metal del que estaban hechos, la imagen pregnante y problemática que, quizás hasta hoy, identifica a todo un país con el interés de su clase terrateniente: la de la Argentina como un granero, el “granero del mundo”.

Aquel mundo era, en primer lugar, Inglaterra, cabecera del imperio donde fijaba residencia el directorio del Great Southern Railway, y desde donde partieron, en barco, cada una de las piezas que, fabricadas por la firma Spencer & Co, en la localidad de Melksham,[3] dieron forma a esta suerte de mecano monumental: 72 silos hexagonales por elevador, cada silo con espacio para almacenar entre 125 y 130 toneladas de trigo, además de varios pisos para depositar bolsas. Una capacidad de acopio equivalente, en total, a 9000 toneladas de cereal a granel y 4000 embolsado.

El granero funcionaba, en realidad, como un gran embudo a dónde iban a parar las cosechas de una zona agrícola por entonces en plena expansión. Aunque desde 1900 no cesan las obras de ampliación de la infraestructura portuaria, un repaso a los diarios de la época sugiere que, por entonces, el Ferrocarril Sud corría con demora detrás de la demanda creciente de productores y casas cerealeras. A principios de 1906, según La Nueva Provincia, “todavía no ha empezado el embarque de los trigos de la nueva cosecha y ya hay en el puerto de Bahía Blanca cuarenta buques de ultramar de los cuales 29 esperan turno en los muelles para hacer sus operaciones de carga”.[4] Construir los elevadores era una cuestión urgente. Pero antes de alzar esos “monstruos de mil piernas”, fue preciso asentar sobre el cangrejal el muelle que los sostuvo y les sobrevive. La obra fue adjudicada a la empresa C. A. Walker, bajo la dirección del Ingeniero Alberto Pringles. En mayo de 1906, arriban a puerto los equipos de dragado que comienzan a trabajar en la profundización de las dársenas del nuevo muelle. El 26 de noviembre, tras varios cambios en el diseño original, el Ferrocarril Sud solicita al Estado la aprobación de los planos de la obra,[5] versión reducida y provisoria de un programa más ambicioso que, finalmente, nunca se llevará a cabo.[6]

La construcción no sucede sin incidentes. En julio de 1907, los remachadores del muelle se declaran en huelga.[7] Reclaman por la reincorporación de dos compañeros despedidos. Ante la negativa de la empresa, exigen mejores condiciones seguridad, un aumento de salarios del 30% y la reducción, de ocho a nueve horas, de la jornada de labor.[8] La protesta se extiende y amenaza con detener la obra. El 23 de julio, un piquete de marinos de Subprefectura abre fuego sobre un grupo de trabajadores reunidos en la Casa del Pueblo. Los disparos de mauser hieren de gravedad a Atelano Pascual y José Falcioni. Ambos mueren días más tarde. El paro se convierte en pueblada. Al velatorio de Falcioni concurre una multitud que marcha en procesión fúnebre. Al pasar frente al edificio de la Subprefectura, se produce un altercado. Los trabajadores señalan al Subprefecto Enrique Astorga como responsable de los asesinatos. Los marinos vuelven tirar, esta vez sobre el cortejo. La gente corre, abandonando sobre la calle de tierra el ataúd acribillado. Para entonces, herreros, lecheros, panaderos, carpinteros, albañiles, repartidores y conductores de carros de toda Bahía Blanca se han sumado a la huelga. El conflicto es noticia nacional. El puerto y la ciudad se paralizan. Aunque la empresa no cede a ninguno de los reclamos, la huelga y su represión salvaje perduran como el testimonio de una época que forjó sus grandes obras con el metal caliente de los remaches y las balas.

Cuatro meses más tarde, el muelle arde. Durante el anochecer del 29 de noviembre, las llamas devoran el sector sudeste de la construcción. ¿A qué, o a quién, atribuir el incendio? ¿Fue la chispa “de alguna de las tantas fraguas que funcionan allí” o “el resultado de la propaganda ácrata”? Como sea, la obra se sobrepone a la peripecia. En enero de 1908 comienza a operar la maquinaria del Elevador 1, y el 24 de marzo se lleva a cabo la primera carga sobre el vapor Hutton. Para la ocasión, la firma Bunge y Born, beneficiaria del despacho, “ofrece a los numerosos invitados presentes una copa de champagne”[9]. Algunos meses más tarde, el 10 de enero de 1909, entra en funcionamiento el Elevador 2.[10] Ambos permiten incrementar las cantidades de cereal exportado, pero cumplen, además, una función fundamental como depósito de acopio para las casas exportadoras establecidas en el puerto.

“Todo allí es colosal y todo se pone en movimiento mediante una manivela que cabe en el puño de un chico de la escuela.” La maravilla mecánica fascina al cronista de la Revista Comercial de Bahía Blanca. Le permite soñar con un mundo en el que la riqueza circula y se acumula sin otra intervención que la mano de un niño. Sin embargo, cada elevador demandaba de la labor coordinada de decenas de personas. Además del jefe, trabajaban en el lugar encargados de balanzas y de cabrestantes, dependientes, apuntadores, llaveros y mensajeros, junto a los numerosos peones de estiba, en jornadas corridas, de 6 a 23 horas, o en dos turnos, mañana y tarde -hasta las 22.30 hs.-, de acuerdo con la demanda de las casas exportadoras. En el archivo de Ferrowhite encontramos una libreta manuscrita que atesora los nombres de algunos de aquellos primeros operarios, junto a las sanciones que recibían por “quedarse dormido”, por “causar un descarrilamiento”, “por causar la rotura de la noria nº 4”, o por haber sido pescado, in fraganti, “recostado sobre un cuero con lana”.[11]

La reparación del muelle y los elevadores estuvo desde un principio a cargo de la División mecánica-muelle del Ferrocarril Sud. Mitad en castellano, mitad en inglés, los registros de esta dependencia hablan de las transformaciones sucedidas en ambos edificios. Es interesante notar que, aunque lucían casi iguales, sólo el Elevador 1 contaba con instalaciones para secar, ventilar y limpiar el cereal (además de una capacidad de almacenamiento que superaba en 700 toneladas a la de su gemelo). Por eso, en 1920, el Elevador 2 incorpora maquinaria para el acondicionamiento de granos. A la que suma, en 1935, una “oat clipper” (o cortadora de avena). Las mejoras dan cuenta también del desarrollo de una incipiente industria local al interior del gran mecanismo británico. En 1942, las despuntadoras Dreyfus del Elevador 1 son reemplazadas por equipos construidos por la metalúrgica Marchesi, una firma bahiense dedicada a la fabricación de maquinaria agrícola.[12]


La nacionalización de los elevadores fue anterior a la de los trenes. Previa incluso al primer gobierno peronista. En 1944, casi dos años antes de la llegada de Perón a la presidencia, un decreto del Poder Ejecutivo (10107/44) declaró de utilidad pública el uso de las instalaciones y maquinarias dedicadas al acopio de granos. Luego de un acuerdo económico con el Ferrocarril Sud, el Estado argentino tomó posesión de los elevadores que, a partir del 15 de julio de 1944, quedaron a cargo de la Comisión Nacional de Granos y Elevadores.[13] Fue el primer paso en el intrincado proceso institucional que llevó a deslindar la administración del ferrocarril de la de los puertos. Cuando, en julio de 1945, el conjunto de los bienes portuarios del Ferrocarril Sud (plantel de dragado,[14] remolcadores y elevadores 1, 2 y 3) es transferido al Ministerio de Obras Públicas de la Nación, los elevadores quedan en manos de la Dirección de Granos y Elevadores. Este cambio implicó que su personal abandonara también la órbita de la empresa ferroviaria.[15] En 1955 esta Dirección se convierte en el Instituto Nacional de Granos y Elevadores, y en 1956 se realiza el traspaso de los bienes físicos de los puertos de White y Galván -hasta ese momento a cargo de la administración del Ferrocarril Gral. Roca- a la Administración General de Puertos de la Nación; para 1958 ya se denomina Junta Nacional de Granos.

“Colosos”, “catedrales”, “auténtico arte monumental capaz de simbolizar la era de la máquina”. Si alguien está pensado ahora en edificios que le muestren al mundo quienes somos, cual es nuestro perfil como ciudad portuaria, esos edificios son, perdón, eran los Elevadores de Chapa. Pero si eran grandes, singulares y antiguos, todo lo antiguos que un par de edificios pueden resultar en un puerto que terminó de constituirse con ellos, ¿por qué los tiraron abajo? Puede que por la misma razón que por la que fueron construidos. Por simple cálculo económico. Al momento de ser desguazados, hacía tiempo que tanto el muelle como los elevadores eran considerados obsoletos. Tanto su construcción como su demolición, son ejemplos contrapuestos de una misma mentalidad: aquella que sólo considera el rinde y la eficiencia como criterio de valor.



La historia de los elevadores que supo elogiar el mismísimo Walter Gropius[16] tal vez sirva para reconocer que, más allá de las particularidades de cada edificio, no hay patrimonio sin una comunidad que se reconozca en él. Y no hay comunidad sin una historia que establezca un sentido de conjunto y de continuidad que nos vincule con todo eso que, en su ausencia, no serían más que un montón de cosas viejas. Es decir, no hay patrimonio sin relatos sobre el pasado compartido. Esos relatos suelen provenir del discurso de periodistas, historiadores, urbanistas y arquitectos. En Ferrowhite creemos que se nutren, además, de las innumerables voces de quienes habitan, en concreto, este lugar. Modistas como Perla Costanzi, quien dice seguir viendo aquellas dos moles grises desde la ventana de la casa que habita hoy, como cuando vivía en las colonias ferroviarias que había a un costado del puente La Niña. Ferroviarios como Pedro Caballero que, de pantalones cortos, caminaba desde Galván hasta el pie de los elevadores para ir a comprar carne de oferta a la proveeduría que había instalado allí la Junta Nacional de Granos. O estibadores como Pedro Marto, que hombreó bolsas ahí adentro, y aún recuerda la tarde en que una lluvia persistente detuvo por un rato la carga, y desde la bodega de un buque emergió la voz inmensa de Antonio Campos, legendario cantor de tangos, sonando, "como por un altoparlante", a través de las galerías metálicas de la construcción. Ellos logran el pequeño milagro de que un par de edificios que fueron desguazados, desmontados pieza por pieza, demolidos con minucia, se mantengan todavía en pie, clavados en la memoria terca de quienes, además de rentable, hacen de este puerto un lugar digno de ser recordado.

Esta artículo fue escrito por Ana Miravalles y Nicolás Testoni a solicitud de los editores del libro "Muelle de los Elevadores. Concurso de ideas. Refuncionalización y puesta en valor.", publicado por el Consorcio de Gestión del Puerto de Bahía Blanca en octubre de 2019.

[1] Según una nota del diario La Nueva Provincia publicada en enero de 1999, a mediados de los años 70, el arquitecto Jorge Gazaneo, especialista en patrimonio, visitó el puerto de Ingeniero White e incluyó luego a los Elevadores 1 y 2 en un libro sobre arquitectura de la Revolución Industrial de su autoría. Habría sido el propio Gazaneo el que sugirió, en 1974, que los elevadores fueran considerados para ser incorporados al listado de Patrimonio Arquitectónico Mundial de la Unesco. LNP, 1-9-1999.
[2] BANCHS, Enrique, Ciudades Argentinas. Selección y Estudio Preliminar: Omar Chauvié, 17grises editora, Bahía Blanca, 2010.
[3] Spencer & Co era una fábrica especializada en la construcción de plantas de depósito y manipulación, silos para cereal y elevadores, tanto fijos como flotantes. El equipamiento eléctrico (los motores y ascensores de grano) fueron adquiridos a las firmas estadounidenses Westinghouse y General Electric, y a la empresa Vickers, con sede en Sheffield, Inglaterra. Archivo Ferrowhite (FW-566).
[4] La Nueva Provincia, 26-1-1906.
[5] ROGIND, William, Historia del Ferrocarril Sud 1861-1936, Edit. Ferrocarril Sud, Buenos Aires, 1938, p. 368.
[6] GUERREIRO, Héctor, Los ferrocarriles en Bahía Blanca, FCS-FCRPB, Edición de Autor, 2011, p. 121-129.
[7] ROGIND, William, Historia del Ferrocarril Sud 1861-1936, Edit. Ferrocarril Sud, Buenos Aires, 1938, p. 379.
[8] La Nueva Provincia, 24-7-1907.
[9] Diario Bahía Blanca, 25-3-1908.
[10] Los motores de los elevadores funcionaban con electricidad a 440 volts, lo que obligó a instalar en la usina que el Ferrocarril Sud construyó en simultáneo una subestación de transformación desde la cual se proveer de energía al nuevo muelle. Entrevista a Amílcar Bournod, 2011. Archivo Ferrowhite.
[11] Archivo Ferrowhite (FW-609).
[12] Por contrato, el Ferrocarril Sud acordó con Marchesi Hnos. la provisión e instalación de “una despuntadora de grano, una separadora de trigo, avena, cebada y cebadilla, una máquina ventiladora de hierro, una noria de 30 toneladas por hora y 15 metros de largo, limpiadora, escalera marinero y transmisión para contramarcha de noria.” Archivo Ferrowhite (FW-566).
[13] Ley 11.742, Art. 14. La Nueva Provincia 16-7-1944; 15-6-1972.
[14] “Venta del plantel de dragado FCS White-Pto. Galván, decreto 9905/45, 4-5-1945”. Archivo Ferrowhite (FW-1246).
[15] La Nueva Provincia, 1-1-1953.
[16] Gropius los menciona en el anuario de la  Deutscher Werkbund (1913) y Karls Scheffler en su obra Der Geist der Gotik (1919). MEDINA WARMBURG, Joaquín, “Tres temas circulares. Variaciones del arte integral en el Río de la Plata”, en El mundo entero es una bauhaus, Magazine nº 1, 2018.

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