viernes, 7 de mayo de 2021

¡ANDÁ A LABURAR!

Ayer, junto al Centro Cultural Kirchner de la ciudad de Buenos Aires, llevamos adelante "¡Andá a laburar!", un taller en el que nos preguntamos: ¿Qué es ser una trabajadora o un trabajador de la cultura en un mundo en el que el trabajo resulta cada vez más incierto? Dejamos apuntado por acá lo dicho Nicolás Testoni en la introducción a esta actividad virtual que nos reunió con colegas de varias ciudades del país.
  

¡Andá a laburar!

Representaciones del "proletariado cultural" en la Argentina de hoy

En este taller vamos a preguntarnos qué significa, si es que algo significa, ser un "trabajador de la cultura". Qué problemas pero también qué potencias convoca esta noción. Para serles sincero, esta actividad en torno al 1º de mayo es la manera que encontramos de compartir con ustedes los interrogantes que nos genera nuestra propia condición. Por eso, antes de que Analía, Julieta y Guillermo les planteen consignas, me toca a mí presentarnos, contarles un poco acerca del lugar desde el que les hablamos.

El título de este taller nace de una expresión coloquial. La frase dice: "¡Andá laburar al puerto!", y aparece, cada tanto, como un aguijón en la punta de la lengua de todo aquel que, cuando se entera que trabajamos en un museo, no ve en nosotros otra cosa que a una manga de vagos. En sólo cinco palabritas, el dicho condensa las premisas de una ideología que se hace llamar cultura: la "cultura del trabajo". Por un lado, da por supuesto que un trabajo sólo es verdadero en la medida en que involucra una exigencia física de carácter agotador ("laburar de verdad es hombrear bolsas en el puerto") y, por el otro, asume que en un puerto siempre hay trabajo para todo el mundo. O sea, para decirlo con otra frase célebre del repertorio meritócrata, "que el que no trabaja es porque no quiere", y que eso, claro, está mal, muy mal, porque el trabajo representa un deber, y su falta, una falta de índole moral. ¿Pero es así? ¿Existirá algún sitio en el que salario, satisfacción y sudor, van felices de la mano?

Este lugar en el que estoy, como ustedes saben, se llama Ferrowhite. Ferrowhite es un museo dedicado a la historia del trabajo en Ingeniero White, el puerto de Bahía Blanca. Los objetos que componen la colección de este museo no son otra cosa que un montón de herramientas viejas, y muchos de sus amigos, personas cuyo trabajo dejó de ser considerado "útil" porque una máquina ocupó en algún momento su lugar. Puede que suene un poco cruel plantearlo así, pero si yo tengo trabajo es porque muchos de mis vecinos ya no. La reforma neoliberal del Estado y el celebrado cambio tecnológico, acabaron con el pleno empleo en este puerto y, de manera irónica, generaron la necesidad de abrir un museo del trabajo para, como dicen los psicoanalistas, "elaborar el duelo" por aquellos que lo perdieron.


El caso no es novedad. En realidad, desde que el software “tomó el mando”, cuesta imaginar qué competencia humana económicamente relevante no podrá ser desempeñada por alguna máquina en un futuro más o menos cercano. Esto vale incluso para mí y para mis compañeras y compañeros, empleados municipales que trabajamos en la periferia de una ciudad de la periferia de un país en la periferia del mundo. No hace mucho, se implementó un tour virtual por los museos de Bahía. Ahora podés recorrer Ferrowhite sin necesidad de visitarlo, interactuando desde tu teléfono con fotos panorámicas en 3D. Me pregunto si mis días de acompañar visitantes no estarán contados.

Los dispositivos tecnológicos mejoran la productividad de nuestra labor. Pero junto con las ventajas innegables que suponen, modifican la naturaleza de nuestro trabajo y abren, más pronto que tarde, la posibilidad de su lisa y llana desaparición. Mi propósito, sin embargo, no es asustarlos con un viejo argumento luddita. Es más: en Ferrowhite estamos chochos con la idea del fin del trabajo, a condición de empezar a discutir en serio cómo se reparte la riqueza que generan los nuevos medios de producción. Hablemos de internet 4.0, pero también de renta básica y salario universal. Y de paso, charlemos sobre la estructura de propiedad y la lógica de funcionamiento de las corporaciones que son dueñas de las redes en las que nos movemos, y del tipo de renta que extraen de las palabras, las imágenes y los "clicks" que producimos en ellas.

Esta breve introducción busca apenas recordar aquello que, en este lugar en el que estoy, no puede ser olvidado. Es decir, el contexto histórico en el que el imperativo de la innovación, y sus progresistas augurios de creatividad colectiva, suele desenvolverse: todo cambia, pero el creciente poder de la técnica permanece en manos de aquellos que la utilizan en favor de sus privilegios.

Probablemente, la gran cuestión no consista en abrazar o en huir de las nuevas tecnologías, sino en hallar el modo de llevar al capitalismo más allá de sí mismo a través de ellas. Ese es el secreto que te cuentan al oído las viejas herramientas que guarda este museo: Nosotras fuimos el invencible futuro, murmuran las llaves de una locomotora que ya no existe. Nosotras prometimos prosperidad, progreso indefinido, una humanidad emancipada. Y todos, a su manera, nos creyeron. Los liberales, los socialdemócratas, los fascistas y los marxistas, nos creyeron. Tu bisabuelo nos creyó. Nosotras fuimos sus lentes de realidad aumentada, su internet de las cosas, su dron. Y mentimos. Pero la promesa incumplida de una humanidad por fin liberada de la obligación de yugar permanece, en nosotras, intacta.


Es quizás en honor de esa promesa incumplida que un museo atento a la historia de las y los que trabajan resulta, además, un museo que se hace con fiesta. Un museo de la farra corrida, de las comilonas, de las horas que Atilio, Ida o Angelito pasaron, acá mismo, tirados al sol. Porque, como escribimos en una pared ahí atrás: "Un trabajador nunca es sólo un trabajador. Además, es lo que desea y lo que teme, qué come y cómo baila, las cosas con las que sueña y aquella por las que lucha."

Ferrowhite nació como un espacio dedicado a la vivencia de personas, en su mayoría varones, que podían llegar a trabajar en un mismo lugar durante toda la vida. En el ferrocarril, en la Junta Nacional de Granos, en los muelles no sólo se aprendía un oficio. Allí los obreros también se volvían "socios", "camaradas",  "compañeros", para defender un reclamo, gestionar un comedor o levantar un hospital. Hoy los trabajadores de este puerto compiten por ser el empleado del mes, se rigen por convenios que ya no son colectivos sino "por sector", y comen lo que otros preparan. Hace rato que en la "sociedad de consumo", el proletariado se convirtió en "precariado". No es sólo que el empleo de calidad se reduce y los niveles de informalidad crecen. El mundo laboral, a su vez, se diversifica. Astilla la imagen monolítica de la vieja "clase trabajadora" en mil identidades que no siempre encuentran en la arena sindical o política su plena representación. Hoy, el trabajo resulta más incierto que nunca. En particular, si hablamos del trabajo de las mujeres, estadísticamente peor rentado y, en muchos casos, ni siquiera reconocido como tal.

Encima esta pandemia que se hace eterna parece haber llegado para profundizar las asimetrías: entre los que cobran un sueldo a fin de mes y los que no, entre los que pueden quedarse casa y los que no la tienen, o la tienen pero no tienen otra que salir para conseguir qué comer. No tiene mucho sentido añorar tiempos que no van a volver. Si algo te enseña trabajar en un museo es que en el pasado no hay paraísos perdidos, pero quizás sí, experiencias de las que aprender. Ferrowhite no se presenta como un museo de historia sino como un museo taller. Incluso en esa idea bienintencionada campea el espíritu de la época. Porque un museo que se define menos por un tema que por una manera de hacer es también un museo flexible, multitask, adaptable a las circunstancias.

¿Qué conserva un museo taller? Martillos, tornos, tenazas y, últimamente, también tomates. Hace justo dos años que con las familias de nuestro taller Prende preparamos un montón de botellas de salsa en conserva. ¿Por qué? Porque era parte de lo que hacía falta para parar la olla. Gastón consiguió 15 cajones de tomates, Julieta los acercó en su camioneta, Silvia juntó por su barrio una picadora y decenas de botellas, el Cuzco trajo el mechero y la garrafa, Manina donó la legendaria máquina de poner tapas de los Orzali, Marcelo cortó leña, Guille prendió el fuego y entre todes pusimos manos a la obra.

Lo que con la conserva intentamos conservar no son sólo tomates, o la ciencia casera de almacenar alimentos, o esos pocos pesos que nos ahorramos improvisando esta fábrica que recuerda a la economía doméstica de nuestros abuelos: es la capacidad de afrontar, entre varios, esas carencias que, a pesar de afectar a muchos, tienden a presentarse como asunto exclusivo de cada uno. Lo que buscamos potenciar acá es la chance de encontrar juntos maneras de vivir desobedientes al individualismo que prescribe la época. Aunque más no sea para seguir mojando el pan en el tuco de los fideos.

Y es eso lo que nos lleva ahora a formularles la misma pregunta que nos hacemos: ¿Y por casa, cómo andamos? Tal parece que en nombre de la pasión, el amor al arte y la vocación, los que escribimos, bailamos, actuamos o filmamos somos campeones, además, en el arte de autoexplotarnos. A menudo, sostenemos nuestro hacer trabajando mil horas en cualquier otra cosa. Y cuando no, nos cuesta un Perú cobrar por ello. Para colmo, con la pandemia, nuestros oficios quedaron del lado "no esencial" de la existencia. Expuestos a la intemperie de un mercado que se achica, y de cara a un Estado que no siempre nos comprende.

Motivos para el lamento no faltan. Pero a la hora de transformar la queja en demanda o iniciativa, ¿Seremos capaces de resignar nuestro sentimiento de excepcionalidad para reconocer en todos esos temporarios, becarios, monotributistas y meritorios, a un prójimo, y en su reunión a un sujeto político?

Esta intervención recupera cosas dichas acá, acá y acá.

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