jueves, 29 de septiembre de 2016

miércoles, 28 de septiembre de 2016

QUERIDO PÚBLICO

Junto a Lucrecia Palacios (Coordinadora de Programas Públicos del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) y María Eugenia Salcedo (coordinadora de Formación y Educación de la 32a Bienal de San Pablo), participamos de la charla "Lo/s público/s en los museos", organizada por Fundación TyPA en el auditorio del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Esto fue más o menos lo que contamos:



El equipo de Ferrowhite se cuenta con los dedos de las manos. Somos justito diez para todo. Diez distribuidos en un predio descomunal que arranca en las vías, abarca un castillo y termina en el mar. Diez para eventos de cinco o de cinco mil almas. Si este no resulta el museo con menor densidad de laburantes por metro cuadrado del sur del continente le pega en el palo. En una institución con más áreas que personas, la atención del público nos toca a todos. El diseñador gráfico, la archivista, el montajista, la educadoras, este director, todos nos turnamos en la atención de las salas los sábados y domingos. Así que cuando los amigos de TyPA nos invitaron a esta mesa para conversar con ustedes sobre lo público y los públicos en los museos, lo primero que se me ocurrió fue compartir con ustedes estos apuntes tomados una tarde de domingo.

DÓNDE VA LA GENTE CUANDO LLUEVE

Este domingo no vino nadie a Ferrowhite. Bueno, casi nadie.

Este museo podría ser definido tanto por los objetos que aloja como por las personas que lo frecuentan, o mejor, por lo que nos imaginamos que todas esas personas pueden llegar a hacer cuando se juntan. A la posibilidad de ese encuentro está referida la amalgama inestable entre la palabra museo y la palabra taller. Pero el domingo llovió -"cayeron barretas de punta", dijo Zulema- y Ferrowhite quedó vacío. Un museo taller es una máquina de soñar identidades colectivas, una bicicleta en tándem que en días como este parece pedalear en el aire. Cosas que pasan. Digamos que el exceso de agua estropea el radical chic de nuestros mamelucos comunitarios, destiñe sus colores llamativos y va dejando ver, de a poco, la percha sobre la que están colgados. Y esa percha lleva el nombre del verdadero dueño de este boliche, dice “Estado”. ¿Un Estado infalible, "panóptico", total? No, un Leviatán cachuzo, argentino, siempre a medio hacer.

Porque la singular condición de posibilidad de este museo de los ferroviarios, de los alumnos de las escuelas, de los paseantes domingueros y de los ciudadanos “con conciencia social” es que sea al mismo tiempo “del Estado”. Todo junto. Una comunidad limando y a la vez mimando los barrotes de esa "jaula de hierro" fuera de la cual es probable que pocos sobrevivamos. A fin de cuentas, dice el ruido de la lluvia, un museo estatal es eso. Un lugar que sigue abierto cuando todos se han ido. Un espacio indiferente a la cantidad y a la cualidad de las personas que lo transitan. Estatal es la frase que brilla en la punta de la lengua del agente temporario que apostado en la entrada invita: “Pase, pase que acá no se cobra.” Estatal nuestra indignación frente al turista taimado que llega con los mejores días, ese que frena en la puerta e intenta dilucidar con un cogoteo si entrar vale una moneda o no: “Pase, señor, este es un museo para todos, incluso para usted.”

Y no está mal hacerse fan de ese universalismo municipal que algunos profesamos por acá, siempre y cuando no nos olvidemos que en la práctica las cosas no resultan del todo así -a Ferrowhite vienen muchísimas personas pero no todo el mundo y, claro, nadie se comporta del mismo modo-, y que en teoría tampoco. Porque atender un lugar como este supone, además, vivir bajo el asedio de un pensamiento fulero: aquel que sugiere que un museo es siempre un aparato en el que se reproduce el orden desigual de las cosas, o su justificación, o peor aún, sus “compensaciones simbólicas”, la victoria moral que se concede a los derrotados. Un sitio donde no para de fabricarse la aceptación de lo existente, aún a costa de su subversión imaginaria. Dicho esto, si no existe un afuera de las instituciones que nos constituyen, el asunto sigue siendo qué hacemos nosotros con ellas. ¿No te hacés unos mates?

Hoy no vino nadie, pero incluso un domingo como este, somos unos cuantos por acá. Al carrito que oficia de mostrador de entrada casi nunca faltan Pedro Marto, Zulema Soria, Cacho Mazzone, el chapa Orzali. Personas que no cobran un peso por entregarte este folleto, pero que hacen por nosotros mucho más. A ellos habría que preguntarles sobre el público de Ferrowhite. No sólo porque tratan con él sino porque hacen con el público y con la idea de “lo público” algo que, en un punto, estaría bueno aprender.

Con gorra y pinza de guarda, Pedro Marto entrega un boleto de tren a cada visitante. Después apunta, ceremonioso, en su cuaderno. Esta es la estadística que lleva. 


Pedro anota a los visitantes del museo como si fueran tantos de truco. Pero hace algo más: pregunta a todo el mundo de dónde viene, cómo se llama, qué tal la está pasando. No sabemos bien cómo, pero le saca charla hasta a las piedras. A veces convida un mate y si sos una chica, por ahí te saca a bailar. Es que para Pedro no existe el público, ni siquiera los públicos. Para Pedro hay vecinos. Importa menos si ese vecino viene de la mismísima China, es siempre un amigo por ganar.

A mi universalismo de empleado estatal Pedro parece responder con una suerte vecinalismo cósmico. En su actitud, sin embargo, hay menos candor del que parece. Pedro te entrega un boleto, que por cierto es trucho, fingiendo ser un guarda de tren que nunca fue. Para muchos es el ferroviario de Ferrowhite, pero Pedro nunca fue ferroviario. Fue mil otras cosas: estibador, candidato a concejal, extra de cine en una película de Armando Bo y asistente de payaso en un circo. Pedro anota visitantes como tantos de truco porque su rutina pone en juego algo de la astucia del tahúr. Mostrarse simpático y entrador resulta un modo de ganarse la vida. ¿Aprende el museo algo de él? Quizás Ferrowhite encuentra su público ahí donde logra que el público deje de serlo. Es decir, cuando de ese conjunto abstracto, encuestable, segmentable en nichos de población o de mercado, que llamamos "público" emergen nombres propios y con ellos historias, y entre esas historias la posibilidad de trazar itinerarios que convergen, con algo de suerte, en un hacer común.

En estos desvaríos había extraviado mi cabeza cuando de la tormenta emergieron Nilda y Adriana, y con ellas Aaron, Eric, Guillermina, Gonzalo, Luciana, Valentina, Verónica y la pequeña Zoe, trayendo consigo una definición con la que, por el momento, puedo pactar: este museo estatal y a la vez comunitario es un paraguas, un artefacto debajo del cual te podés meter si la cosa se pone fea, un refugio provisorio ante las formas de intemperie que una civilización sin afuera se entretiene en prodigar. Eso. Cuando por fin la tormenta paró, salimos al parque y les saqué esta foto.


martes, 27 de septiembre de 2016

LO/S PÚBLICO/S EN LOS MUSEOS


Nos vamos de viaje con este interrogante en la mochila: "¿Son los públicos la forma de alcanzar lo público en nuestros museos?" Mañana estaremos conversando sobre la relación entre museos y públicos en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Nos vemos ahí.

sábado, 17 de septiembre de 2016

SALIR AL MAR

Hoy en ¡Prende! recibimos la visita de los chicxs del Atelier Botánico. Juntos, imprimimos las tapas de un bestiario que nuestros amigos de los Museos de Arte se preparan para editar. Quedaron relindas. Después, abrimos la puerta y nos fuimos al mar, porque para llegar al mar, acá alcanza con pasar una puerta. Aunque, claro, esa puerta antes hubo que fabricarla, abrir una brecha en el alambrado para bajar a "la marea", algo sencillo y sin embargo difícil en esta ciudad. Con marea baja la ría parece inmóvil, pero si fijás la vista y prestás atención, vas a ver que se mueve, como si el barro parpadeara con mil ojos. Son los cangrejos en su laberinto de cuevas. En el bestiario de nuestros amigos no va a faltar alguno de estos bichos a partir de hoy. O muchos, muchísimos. ¿Cuántos viven en la playita del castillo? Los trabajadores de la usina ya no están. Los que veraneaban en estas aguas tampoco. Nosotros vamos y venimos. Pero los cangrejos, con tenazas y tenacidad, nunca se fueron, siguen acá, ni un solo paso atrás.






Gracias a Daniel Porte, guardaparque de la Reserva Natural Bahía Blanca, Bahía Falsa, Bahía Verde por guiarnos en la excursión, a las mamás y papás del Atelier y de ¡Prende! que nos acompañaron durante la jornada, y a Noemí y Ariel, a esta altura asadores oficiales de La Rambla de Arrieta. Los choripanes estaban riquísimos.

viernes, 16 de septiembre de 2016

RETAZOS, ESQUIRLAS Y TESELAS

El pasado jueves, Ana Miravalles y Héctor Herro presentaron en las Primeras Jornadas de Formación y Debate para Archivos y Bibliotecas del Sur realizadas en el Instituto Superior Juan XXIII, la ponencia que transcribimos a continuación. Las fotografías de este post fueron tomadas por Héctor Herro.

En el origen del archivo de Ferrowhite está el fuego. El fuego que quemó, implacable, documentos y legajos, y dejó en la oscuridad una historia de la que solo tenemos restos dispersos. Por eso el patrimonio de Ferrowhite es como el traje de Arlequín: de esa impresionante maquinaria de producción de papeles que fueron las empresas ferroviarias solo quedaron retazos. No fue el Estado, ni las empresas concesionarias, ni los sindicatos quienes pusieron a salvo estos documentos, sino algunos trabajadores ferroviarios, personas con nombre y apellido, decenas de “archivistas espontáneos” que decidieron que esas cosas, que no le importaban a nadie, tenían valor: registros de personal, libros contables, formularios, manuales de locomotoras y carpetas de cursos de capacitación peregrinaron por varias sedes hasta llegar, en 2003, a nuestras manos y quedar -en un primer momento- acomodados en las estanterías del museo según su tamaño y peso; luego se agregaron libros, fotografías y documentos personales donados por ex trabajadores ferroviarios y portuarios, y vecinos de Ing. White y Bahía Blanca, según el azar de las visitas o las entrevistas; y papeles encontrados en contendores en la calle o en oscuros altillos que llegaron envueltos en papel de diario o en cajas de galletitas en vez de terminar en el camión de la basura. Mal que nos pese, este archivo no responde precisamente a la definición de “conjunto ordenado y clasificado de documentos producidos por una institución o personalidad.”

Y sin embargo, como en el pañol de un taller, recibimos, registramos, reparamos, clasificamos y tenemos estos materiales disponibles. Ahora bien, ¿qué valor tiene un archivo cuyos documentos son así, tan fragmentarios? Intentaremos responder contando de qué modo se formaron cuatro de nuestros fondos documentales: los libros de registro de personal de Talleres ferroviarios Bahía Blanca Noroeste; la papelería de Tráfico fechada entre 1900 y 1930 rescatada de la Estación Sud y la Estación Garro; la biblioteca de la sociedad de maquinistas La Fraternidad; y las fotografías, notas y
cuadernos de Pedro Caballero, mecánico de locomotoras de Ing. White.


En el momento de las privatizaciones, allá por 1993, fue un ferroviario, Adolfo Repetti quien juntó todos los objetos y documentos que pudo, el núcleo sobre el que se constituyó Ferrowhite. Recién cuando iniciamos nuestra investigación sobre los Talleres ferroviarios Bahía Blanca Noroeste empezamos a ordenar esos papeles. El punto de partida fue un tanto descorazonador ya que una de las primeras noticias que tuvimos del inmenso archivo de los talleres fue que todos los legajos de los obreros, desde 1897, habían sido quemados en el horno de la herrería. Sin embargo, en nuestro propio archivo encontramos no solamente un fichero con las fichas de los 896 hombres que en 1955 trabajaban en talleres, sino varios registros de las primeras décadas del siglo XX, o tres libros que contienen en cada página los datos de cada uno de los obreros y jefes de talleres. El jefe de personal de talleres nos dijo que esos libros habían sido 6 en total, así que nos faltaban tres, el 4, el 5 y el 6. Con todos esos materiales, más de cien entrevistas, artículos de diarios, planos, y otros documentos, al cabo de cinco años de investigación, publicamos el libro Los talleres invisibles, una historia de los talleres ferroviarios Bahía Blanca Noroeste. Dos meses después, una tarde llega al museo un matrimonio diciendo que había encontrado un libro “apoyado en una pared, en una casa de la calle Mitre”, que lo miraron, que les pareció que tenía algo que ver con el ferrocarril y que por eso lo trajeron. Cuando vimos el número 6 escrito en su portada y lo abrimos no lo podíamos creer: era el hijo pródigo, uno de los tres que faltaba, el último de la serie. Estaban ahí los nombres de los trabajadores del taller incorporados en los últimos treinta años, los que fueron despedidos durante la dictadura, los que ingresaron en la época de Alfonsín, o los que tomaron retiro voluntario, antes de la debacle final.

¿Quién lo tenía? ¿Dónde estuvo ese libro? ¿Por qué esa persona lo hace llegar al museo recién después de nuestra publicación? No lo sabemos, quienes lo trajeron juran haberlo encontrado así, perdido. Tal vez para quien lo tomó en aquel momento de la oficina de personal –disputándolo, quizás, a quien rescató los tres con los que ya contábamos nosotros- este libro fue como un salvavidas, un modo de mantener un vínculo material con ese mundo que desaparecía, incinerado en el horno de la herrería; tal vez ese rescate hasta pudo sentirse como un gesto heroico. Y tal vez, con el paso del tiempo, la actividad del museo, a través de las entrevistas, los encuentros, y la publicación de un libro elaborado en base a materiales y documentos como ese generó en esa persona una valoración diferente de lo que hasta entonces era solamente un preciado “botín”. Tal vez nuestro ignoto archivista donante sintió que ese libro en realidad forma parte de una historia que va mucho más allá de su propia historia personal.



Del fuego tampoco se salvaron los papeles de las Estaciones Garro y Sud. O por lo menos eso creíamos. Un día, Gustavo Monacci, cuando trabajaba en el museo, fue a la Estación Sud, convocado por la persona que tenía que poner en marcha el reloj que desde hacía varios años estaba detenido. Trepando por una escalera de gato accedió al entretecho y allí encontró de todo: horarios de llegadas y partidas de los trenes, reclamos al departamento de tráfico y sus correspondientes respuestas, informes diarios y mensuales de las estaciones del Ferrocarril Sud en esta zona, correspondencia con las principales casas comerciales, registros pluviométricos. Mucho después, Rubén Pérez, ex ferrovario también él de Talleres Bahía Blanca Noroeste, que ocupa desde hace 20 años la vivienda que históricamente se asignaba al jefe de la Estación Garro, se dispuso un día a cambiar las chapas del techo, y encontró allí un montón de papeles entre el polvo, las telas de araña y las huellas de los roedores. A fines de 2015 juntó en una caja aquello que mucho tiempo antes alguien había recogido al vaciar armarios o escritorios despachándolo hacia ese “purgatorio” del entretecho, y lo trajo al museo.

En este conjunto de documentos se puede ver que cuando las estaciones funcionaban no quedaba ítem librado al azar, desde el estado de campos, sementeras y hacienda, hasta el movimiento diario en el muelle del puerto, tanto la circulación de pasajeros como el tráfico de cereales, lanas, lonas o bordalesas de vino. Pero al ordenarlos, solo fue posible recomponer pequeñas series, acotadas: informes del movimiento de encomiendas y envíos a lo largo de unos pocos meses, remitos y guías de carga con fechas salteadas, o una lista de personal aislada. Por eso, en realidad, no son más que fragmentos. ¿Pueden servirnos para conocer algo más sobre el ferrocarril o sobre Bahía o White de las primeras décadas del siglo XX? No sabemos si Pérez seleccionó, si tiró, o si trajo todo lo que había ahí, pero la existencia del museo a pocas cuadras de su casa hizo que le diera valor a esos papeles y haya vuelto, a los pocos días, con varias piezas de bronce para la muestra.



Otro caso es el de la biblioteca del Sindicato de maquinistas La Fraternidad, de Ing. White. A principios de 2005 llamaron un día para que fuéramos a buscar “un libro de locomotoras”: estaban haciendo espacio en el local, y los 350 volúmenes que iban a ser llevados al Centro Luis Braille para ser “reciclados” llegaron con mueble y todo a nuestro archivo. Hay libros referidos a temas ferroviarios, naturalmente, ejemplares de revistas de La Fraternidad, pero la mayor parte, son obras de filosofía y política de principios de siglo XX, de autores anarquistas, socialistas y comunistas. Hay también novelas de Zola, Dumas, enciclopedias, y libros que hoy llamaríamos de “autoayuda”. En los cajones de ese armario encontramos listas de socios, una lista de los libros de la biblioteca, y un registro del movimiento de préstamo y devolución de los libros. Hace dos meses vino al museo Néstor Ibarra, un maquinista de La Fraternidad, profesor de la escuela de maquinistas, recientemente jubilado: entró al archivo, vio este mueble, vio estos libros y al cabo de 20 días volvió con dos cajas de cartón con cien volúmenes más. “Los teníamos guardados nosotros, dijo, pero bueno, viendo que acá están cuidados… algunos los tenía yo porque me interesaban para leerlos”.

El registro de movimiento de libros nos muestra no solamente cuáles eran los autores más leídos, o quiénes eran los socios más activos. Maquinistas, foguistas, hombres que pasaban sus días entre hierros, carbón y vapor forman una sociedad, organizan una biblioteca, compran libros en librerías de Bahía Blanca o Ing. White o donan sus libros a la biblioteca, y alguno de ellos, incluso, dedica parte de su tiempo libre al oficio de bibliotecario, y por eso puede ser perfectamente aceptable que en la revista del sindicato de maquinistas La Fraternidad, en su número aniversario de junio de 1937 aparezca un poema como este:

El monstruo negro que devora fuego
tonante como inmensa catarata,
que transpone las cumbres y los llanos
con su vientre rutilante como un ascua.
Sus paralelas
cintas de plata,
tendió por las ciudades opulentas,
y los yermos inmensos de la Pampa.

El dinámico ritmo de sus émbolos
parece un corazón que palpitara,
soberbio del prodigio de la ciencia
que le dio movimiento y resonancia;
y siembra pueblos,
progreso en marcha
a la patria infinita de los tiempos
que nos alumbra el sol de la Esperanza.

En la penumbra de su cabina férrea
sueñan dos hombres la lejana Itaca,
lleno el rostro de cicatrices nobles
que produjo el trajín de las etapas.
Sísifo incesante
de la lucha ardua,
que amasando la gloria de los otros
escala diez mil veces la Montaña.

El alba se engalana de fulgores
y en el silencio enorme de las pampas,
vibra el clarín del monstruo septicorde
cual epinicio de la diosa Palas.
El Blasón de Hierro
del que trabaja;
mensajera de Amor y de Concordia,
si así lo quiere el dios que te forjara.*



 *El autor de este poema es Juan ZIBECHI, maquinista del Ferrocarril de la Provincia de Buenos Aires, autor de varios 
libros, entre ellos, Blasón de  Hierro, publicado en la localidad de Carlos Beguiére en 1937.


¿Por qué ese día de fines de 2005 estaban a punto de tirar todo a la basura? Porque algo esencial se había perdido de aquel mundo donde una locomotora podía enlazarse perfectamente con la diosa griega Palas Atenea (la diosa de la sabiduría). No solamente se destruyó el ferrocarril en tanto maquinarias e institución, sino que, y como resultado de un largo proceso, se destruyó toda una cultura, un modo de entender el trabajo y la realidad, al punto que la bibliotecaria que llama considera que lo único valioso para el museo es el libro de las locomotoras (CENA, 2003: 215-219). Sin embargo algo permitió reunir nuevamente todo esto en Ferrowhite. A la biblioteca traída en 2005 le faltaban casi 100 ejemplares que-después supimos- habían sido “puestos aparte” por Néstor Ibarra, no solo maquinista sino además reconocido profesor de la escuela en la que aquella biblioteca había sido motivo de orgullo. Paradójicamente fue ese retaceo, y ese celo lo que hubiera salvado aunque sea una parte si la biblioteca hubiera terminado en el centro Luis Braille, y lo que nos permitió finalmente tenerla de nuevo completa. Lo que leemos nosotros entonces no son solamente esos libros, sino también la historia del peregrinar de esos libros, que permitió que lleguen así en esas condiciones, a ese ritmo, y de ese modo a nuestra biblioteca. La posibilidad de que ese maquinista y sus alumnos se reconozcan, se identifiquen con esa herencia, y recompongan un vínculo con el pasado en el cual el museo puede oficiar como medio articulador, eso es algo ya más complejo. (RANCIERE, 2010: 52-80)



Finalmente, quisiéramos contarles acerca del Archivo de Pedro Caballero. Pedro Caballero, mecánico de locomotoras anotaba en sus libretas (que podían ser cuadernos escolares o viejos formularios del ferrocarril) los nombres de sus compañeros de escuela o de trabajo fallecidos, de ministros, intendentes de la ciudad o de sus gatos, o los nombres y números de las locomotoras a vapor. Los leía constantemente y por eso tenía en su memoria esos datos siempre frescos. A diferencia de otros ferroviarios, Pedro empezó a venir cotidianamente al museo. Así él tomó la costumbre de registrar en su cuaderno nuevo que le regalamos, día a día, a dónde iba, con quiénes se encontraba, qué hacía, qué veía. Si conversábamos, por ejemplo, sobre los lugares donde en otras épocas se hacían bailes, cuando volvía a su casa agregaba una lista completa de salones y centros de reunión. El cuaderno se fue convirtiendo en un diario no sólo de sus actividades sino también en un registro de las regiones por las que iba transitando su memoria prodigiosa.

Así, a través del contacto regular con el museo no solamente cobró conciencia del valor de su propio archivo y fue modificando sus propias prácticas como “archivista”, sino que desde el museo también tomamos en cuenta la existencia y la pertinencia de prácticas de memoria como la suya. En una misma caja del Archivo podemos encontrar entradas de cine y recibos de sueldo, (e inclusive las bolsas en las que guarda sus cosas forman parte del archivo). El orden de sus papeles sigue las vueltas de su memoria, no corresponde a un orden cronológico o tipológico sino que tiene una estructura en espiral, un bucle. Al haberse integrado a la actividad cotidiana del archivo y del museo, Pedro fue mucho más allá del par de manos, la conversación breve y la despedida de quien viene al museo, trae y dona o presta, ya que desde su singularidad se fue volviendo una llave de acceso a la historia de la ciudad, del ferrocarril, de la comunidad en un sentido mucho más amplio.

Durante sus años como ferroviario, Pedro no ocupó ningún cargo de importancia por eso el suyo es un archivo ex-céntrico. Ese fue su poder y es la base de su valor para nosotros: desde ese margen remoto Pedro, con la autoridad de un exégeta, nos fue guiando -a través de sus cuadernos y libretas llenos de listas, y de las revistas y libros de su biblioteca-, por las calles de White y de Bahía (las de antes y las de ahora), nos explicó detalladamente el mecanismo de la bomba de vacío de la locomotora Baldwin Lima Hamilton, o la variada procedencia de los "artefactos" de su patio.



Plantear cómo llegan las cosas al archivo nos lleva a cuestionarnos para qué las conservamos, por qué las tenemos en este archivo a pesar de su carácter fragmentario. Y las tenemos y lo llamamos archivo porque en la inmensa oscuridad de lo que sabemos que está irremediablemente perdido, esos papeles son destellos que nos permiten entender algo de aquella realidad pasada que, de todos modos, siempre nos va a resultar inaprehensible en su totalidad (GINZBURG, 2010: 54 y 370). Pero fundamentalmente porque Ferrowhite, al plantearse como museo comunitario, no solo habla de una comunidad, se remite y se referencia en ella sino que incorpora sus procedimientos de memoria, y se constituye en vínculo entre las historias particulares y la historia de conjunto (DERRIDA, 1947:24).

El fuego ha dejado en la oscuridad una historia, y solo es posible reconstruirla en base a estos rescoldos salvados por azar. Esto deriva del carácter intuitivo, y a la vez visionario de personas que, como Repetti, el o la que guardó el libro de talleres noroeste, Pérez en la estación Garro, Ibarra el maquinista y Pedro, juntaron esos papeles en cajas de cartón porque, – y tal vez, a pesar de la debacle, como herencia de aquel mundo en que un obrero podía leer un poema como el de Zibechi - comprendieron que eso que tenían ahí forma parte de una historia más amplia y significativa, la historia de la comunidad o de un mundo de referencia.

La profesionalización de la tarea de archivo, procurando un orden, catálogo y accesibilidad y, a la vez, la puesta en valor de prácticas y materiales de archivo que no son exactamente profesionales es el doble camino a través del cual tratamos de reacomodar los escombros de un mundo que voló por los aires, las teselas de un mosaico interminable, que nunca va a llegar a estar completo. Son las herramientas y los materiales que tenemos en nuestro pañol. El intento de utilizarlas para recomponer ese mundo -aunque sea fragmentariamente- representa, sin embargo, la chance de asomarnos a un pasado que nos intriga, nos cuestiona y nos interpela a la hora de decidir sobre nuestro futuro.


Lecturas:

CENA, Juan Carlos (2003), El ferrocidio, Buenos Aires, La Rosa Blindada.

DERRIDA, Jacques (1997), Mal de archivo, una impresión freudiana, Madrid, Editorial Trotta.

FURET, Francois (1984), In the workshop of history, Chicago, University of Chicago Press.

GINZBURG, Carlo (2010), El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

RANCIÈRE, Jacques (2010), La noche de los proletarios: archivos del sueño obrero, Buenos Aires, Tinta Limón.

ZIBECHI, Juan (junio de 1937), “Blasón de Hierro”, en Revista La Fraternidad, número extraordinario por el 50º aniversario, número 625, p. 155.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

UN ARCHIVO QUE NACIÓ DE LA DEBLACLE



Manuales recuperados de la basura, fotos acovachadas en cajas de galletitas, planillas que se salvaron del fuego… el archivo de Ferrowhite está hecho de rezagos y retazos. No fue el Estado, ni las empresas concesionarias, ni los sindicatos quienes se organizaron para poner a salvo estos documentos, sino algunos trabajadores ferroviarios y portuarios. Decenas de archivistas espontáneos que decidieron que esos papeles, que no le importaban a nadie, tenían valor.

Mañana, en el marco de las Primeras Jornadas de Formación y Debate para Archivos y Bibliotecas del Sur, Ana Miravalles y Héctor Herro van a estar contando por qué vale la pena trabajar con los jirones de ese mundo que es, lo sepamos o no, parte de nuestra propia historia. La cita es a las 11:30 hs., en el Instituto Superior Juan XXIII (Vieytes 286).

sábado, 10 de septiembre de 2016

CACHO



Compartimos horas hablando del ferrocarril, mirando fotos, visitando los Talleres Maldonado en los que trabajó, rearmando la bomba de vacío de una locomotora Alshtom. Fue nuestro invitado de honor cuando el museo cumplió diez años y fuimos los suyos cuando él cumplió noventa. Hoy nos dejó. Ferrowhite despide a su amigo Cacho Montes de Oca. Gracias por todo, Cacho. Se te va a extrañar.

viernes, 9 de septiembre de 2016

SORPRESA


Esta mañana nos escapamos por un rato a la Escuela 40. Caímos por el Saladero con un cargamento sorpresa: 40 libretas fabricadas en el taller ¡Prende!, con dibujo de Luna, de regalo para las maestras y los maestros en su día. Acá Ezequiel les muestra. (¿Es un burrito sabio el que Luna dibujó en la tapa?).

lunes, 5 de septiembre de 2016

CANCIÓN ANIMAL




Este año en el taller ¡Prende! nos propusimos dibujar animales. Nos interesan los animales de la ría, pero también los que encontramos por la calle, los que habitan en el patio de casa y los que viven en la imaginación. No los dibujamos como lo haría un naturalista experto, tampoco como artistas consumados. Si algo aprendimos observándolos es que para dejar huella hay que perder el miedo a meter la pata. Igualito a algunas especies, nuestros dibujos migran. Van del papel al vegetal, del vegetal al shablón y de ahí a la tela, la madera o el cartón. La serigrafía los multiplica. Transforma un flamenco solitario en toda una bandada. Así, nuestras criaturas de tinta viajan. Y nosotros con ellas. Las llevamos en remeras, libretas, cartucheras, y cuando otros se las llevan, con ellas se va nuestra manera de mirar el salvaje mundo que nos rodea.





viernes, 2 de septiembre de 2016

CULTURA COLABORATIVA

Analía Bernardi viajó a Cordoba representando a Ferrowhite como expositora y tallerista del encuentro "Desafíos de la cultura colaborativa en museos" destinado a trabajadores de museos nacionales de todo el país e instituciones culturales de Córdoba, Buenos Aires y España. Esto es lo que nos cuenta de la experiencia.




La semana pasada participé del encuentro "Desafíos de la cultura colaborativa en museos", organizado por la Dirección Nacional de Museos para compartir la experiencia de trabajo de Ferrowhite museo taller. Me puse el mameluco que con Julieta usamos cuando recibimos a las visitas que llegan al museo de grandes y chic*s (y que inmediatamente suscita una pregunta entre nuestros visitantes y es: ¿y vos, de qué trabajás acá?) porque era difícil para un cuerpo solo participar de un encuentro de colaboración. Lo llevé un poco por cábala, porque en ese mameluco sentía el trabajo de mis compañer*s y también porque en esa prenda genérica de “trabajador/a”, también me acompañaban Nenucha, Cacho, Pedro, Ida, trabajadores, vecin*s y amig*s del museo. 

Claro que no era la única. Del encuentro participaron más de 90 personas provenientes de los 24 museos que dependen de la Dirección Nacional de Museos, de museos provinciales y municipales de Córdoba, y de cuatro experiencias que fueron invitadas especialmente: los Museos Municipales de Berazategui, el Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León (España), la Biblioteca Popular “República Argentina” de la ciudad de Córdoba y Ferrowhite museo taller.



Fueron tres días intensos. Intensos porque además de las presentaciones, de los debates y de los talleres, la charla siguió en los almuerzos y en las pausas de café de la tarde, en las visitas a los museos que vinieron después o en el taxi que nos llevó hasta la terminal. Intensos en cantidad de nombres aprendidos, de datos de contacto intercambiados, de nodos que se extienden en lo que se conforma como una red de instituciones y de trabajadores de museos.

Intensos porque coincidió con que, mientras nos preguntábamos sobre el para qué de los museos, a pocas cuadras se estaba leyendo el fallo de la megacausa La Perla-campo de La Ribera que dictó cadena perpetua para 28 represores. Porque comenzamos presentando nuestros museos, algunos de cuyos territorios no sabíamos si eran llanos u ondulados, tupidos o yermos, y a pesar de las distancias y las diferencias, acabamos encontrando situaciones comunes a muchos de ellos como los procesos de gentrificación, las luchas por las apropiaciones de los bienes comunes o las dificultades en términos laborales. Trabajar con las comunidades es también conocer y doler sus problemas: como los de los pibes de la Villa El Nylon, en Córdoba capital, a quienes se les niega el derecho a la ciudad pero no se los priva de la violencia, o los de los lugareños de las sierras de Alta Gracia que están siendo cercados por los cambios en la matriz productiva de la región y el aluvión inmobiliario que viene junto con la soja.



Intensos porque discutimos si el trabajo de los museos debe ser para o con las comunidades, es decir si estamos acá (o allá) para interpretar sus necesidades y deseos o más bien para aprender junt*s- museos y comunidades- en un proceso colectivo y abierto. Debatimos sobre lo público y lo colectivo y nos preguntamos sobre la diferencia entre los términos 'colaboración' y 'cooperación'. Propusimos museos a escala humana, museos incómodos, museos en los que sea posible pensar, museos que consideren la renuncia y el posicionamiento como un valor en la sustentabilidad de las relaciones con otr*s. Concluimos en la necesidad de reflexionar e investigar sobre las propias prácticas que llevamos adelante, y de reconocer a los museos como comunidades en sí mismas. Nombramos a Paulo Freire y a Rodolfo Kusch y la urgencia de generar un pensamiento latinoamericano que parta (y no se aparte) del estar siendo. Hablamos de la cultura como un derecho, pero también que sin trabajadores no hay cultura.