Desde el punto de vista edilicio los inmensos galpones de los talleres son parte –claramente- del mismo complejo. Tanto en unos como en otros trabajaron cientos de obreros. Entonces, ¿qué tuvieron los galpones del Mercado Victoria o los galpones de vino que no tuvieran los galpones de los talleres ferroviarios? Pues nada menos que esto: toneladas de lana, miles y miles de cueros, cientos y cientos de bordalesas de vino, la riqueza tangible, visible, ponderable, a punto de convertirse en pesos y pesos y pesos, en libras y libras y libras. Para que la circulación de toda esa mercadería, y de todo el cereal que llegaba desde los campos de la zona hacia los puertos de Ing. White y Galván parezca –como repiten una y otra vez los diarios de principios de siglo- un “milagro”, “obra de las hadas”*, en los talleres cientos de ferroviarios trabajaron incesantemente, a lo largo de casi cien años, en la reparación y mantenimiento de locomotoras y vagones, ocultos tras los paredones y los eucaliptos, invisibles como suelen ser las hadas o los artífices de los milagros.
* "El sordo ronquido de las sierras al morder el acero, los ejes relucientes, los tornos y las poleas que giran al parecer movidas por un hada invisible al resplandor de las hornallas y de las fraguas da una idea sugestiva de las secretas maravillas, de los prodigios de la mecánica y de los inmensos esfuerzos concurrentes que labran el progreso lento pero seguro de una población predestinada a ser una gran ciudad". LNP, 17-9-1905.