El sábado 17 de mayo, en el marco del Día Internacional de los Museos, participamos de la jornada “Prácticas comunitarias en museos y espacios culturales” organizada en Berazategui por la Asociación de Trabajadores de Museos. En el rol de “expositores invitados” compartimos mesa con representantes del Sitio de memoria del ex Centro Clandestino de Detención y Tortura Olimpo, el Museo Itinerante del barrio Refinería de Rosario, nuestros vecinos y compañeros del Museo del Puerto de Ingeniero White y los anfitriones del Museo Histórico y Natural de Berazategui.
Desde la “platea” participaron también los compañer*s del Museo Etnográfico Juan Ambrosetti y el Museo del Bicentenario de Capital Federal; el Observatorio, el Museo de Ciencias de la ciudad de los niños, el Museo de Bellas Artes y el Museo de Ciencias Naturales de La Plata; el Espacio de Memoria La Perla y el Museo de Antropología de la Universidad de Córdoba; el Museo Naval de Tigre, el Museo del Juguete de Boulogne, el Viaje de títeres que funciona en el Museo del Transporte y la Red de Museos de Quilmes.
Dicen que algunos pueblos narran historias para "medir la temperatura de la comunidad y distraer a la muerte". Eso nos contó Anabelle, trabajadora del Museo Ambrosetti, antes de introducirnos en el mundo de los “cuentos dilema” de África occidental. Relatos breves que más que historias cerradas, plantean situaciones y abren preguntas para que el auditorio, “la comunidad”, reflexione, opine, debata y tome partido. De alguna manera, algo de eso intentamos hacer cuando, después de compartir experiencias de trabajo, nos preguntamos por la gran cuestión que nos había convocado: ¿cómo es la relación que los museos y espacios culturales establecen con las comunidades de las que forman parte?
Pero como la pregunta abre muchas otras, al final de la jornada nos fuimos con más interrogantes que certezas: ¿Cuántas comunidades aloja un museo o un espacio de memoria? ¿Cómo es el acercamiento a o de esas comunidades? ¿Cómo se relacionan y tensionan? ¿Los trabajadores de museos y espacios culturales constituimos una comunidad? ¿Cómo se generan los discursos y relatos de un museo? ¿Participan de la producción de los textos los miembros de la comunidad? ¿Cómo afectan a los museos estatales los cambios políticos partidarios? ¿Cómo son las relaciones con las asociaciones de amigos, las empresas, los trabajadores de hoy, los vecinos? ¿Con qué presupuestos se sostienen los museos y espacios culturales? ¿Para qué sirven estas prácticas comunitarias? ¿Cómo los “facilitadores” nos ponemos al servicio de las demandas de nuestras comunidades?
Acá les dejamos el texto de nuestra intervención, para seguir pensando estas y otras cuestiones.
MUSEO TALLER
Ubicado
en Ingeniero White, puerto de la ciudad de Bahía Blanca, Ferrowhite es un museo
taller.
Un
lugar en el que las cosas, además de ser exhibidas, se fabrican. ¿Y qué produce
un museo taller? Un museo taller genera herramientas. Útiles para ampliar
nuestra comprensión del presente y, por tanto, nuestra perspectiva del futuro,
forjados en la labor con objetos y documentos del pasado, pero también en el
cuerpo a cuerpo con la experiencia vital de cientos, miles de trabajadores que
forman parte de, y le dan forma a, esa historia.
Eso
dice el folleto que te damos en la entrada y eso más o menos es lo que
intentamos, a pesar o en razón de que casi siempre nos sale otra cosa. No es
fácil contar de qué va Ferrowhite. Un año en este museo tiene 36 meses, un montón de mañanas todas distintas. Un día toca montar con lupa las miniaturas que el
ferroviario Carlos Di Cicco talló en taquitos de madera y al otro cinchar con un torno de cuatro toneladas. A lo largo de la última década, sin que
sepamos cuánto de libertad, de azar y de necesidad hay en todo esto, nuestro
museo funcionó alternativamente como salón de baile, sala de conciertos, taller
de serigrafía, corsódromo, mecano, balneario contaminado, panadería, peluquería,
escenario teatral, café bacán, e incluso, como un museo. Acá vamos a tratar de
contarles de qué modo nació, a quiénes involucra su acción y cuáles son algunas
de las cuestiones que nos preocupan, intentando concentrarnos en tres proyectos:
la redacción de un libro sobre la historia de una usina desmantelada, la
confección de una balsa hecha con bidones de agua en desuso y la materialización
fugaz de un paseo costero allí donde el disfrute del mar ya casi no puede ser
imaginado. Cómo las tareas superpuestas de ordenar un relato, de construir un
objeto y de organizar una fiesta junto a las aguas del estuario de Bahía Blanca
se relacionan entre sí para tramar a su vez la relación que este museo establece
con la comunidad de la que forma parte, es un interrogante que sostendremos
hasta el final, no por mantener el suspenso, sino con la esperanza de que
ustedes nos ayuden con la respuesta.
LA HISTORIA QUE NOS TRAJO HASTA ACÁ
Ferrowhite
cumple diez años en 2014. Su itinerario, sin embargo, forma parte de una trayectoria
institucional más extensa. El museo abrió sus puertas el 6 de noviembre de
2004, luego de dos años dedicados a la recuperación del Taller Regional de
Mantenimiento de la ex usina General San Martín. El Taller Regional es un edificio
enorme que pasa inadvertido delante de ese gigante que, a pesar de haber
funcionado por más de 50 años como una central eléctrica, casi todo el mundo conoce
como el “castillo del puerto” porque eso, a fin de cuentas, parece: una mole medieval
erigida por milagro al borde de la ría.
La
usina y su taller, que habían dejado de funcionar a fines de 1988, fueron desguazados
luego de la privatización de la empresa provincial de energía eléctrica a fines
de los noventa. Cuando en 2001, se decidió ceder estos edificios a la Municipalidad
de Bahía Blanca, el Taller de Mantenimiento no lucía exactamente bien mantenido.
La intención inicial fue recuperar uno de sus sectores como espacio de conservación del
Museo del Puerto de Ingeniero White, a través de un subsidio de la Fundación
Antorchas. Pero en simultáneo, surgió la idea de alojar allí, además, una
colección de objetos del ferrocarril y el puerto que un grupo de ferroviarios
había puesto bajo el resguardo de la municipalidad, luego de que los
ferrocarriles argentinos pasaran también a manos de concesionarios privados. De
ese modo nació Ferrowhite como un museo autónomo. Martillos, tornos y tenazas;
escariadores, sierras y bigornias; caladores, cuchillos y piedras de afilar… No
se imaginan lo que pesaban esas herramientas cuando hubo que hacerse cargo de
su traslado. Al aceptarlas, estábamos asumiendo como propia la demanda no sólo
del grupo de ferroviarios que las había “salvado”, sino de un sector mucho más
amplio de la sociedad, de reconstruir una historia compleja que corría el
riesgo de desaparecer junto con ellas. Puede
que por eso pesaran tanto. Ahora bien, el equipo del museo hubiera sido incapaz
de empezar a dar cuenta de esa historia en soledad. Necesitaba para ello de la
colaboración efectiva de todos aquellos que de un modo u otro formaron y forman
parte de la vida del ferrocarril, de los elevadores y las usinas de este
puerto. Es eso lo que nos ha llevado a golpear la puerta de nuestros vecinos,
pero al mismo tiempo lo que ha hecho que algunos de esos vecinos terminaran
considerando al museo como su propia casa. Comenzamos haciendo entrevistas bajo
los protocolos de la "historia oral" y terminamos comprometidos con
nuestros entrevistados en el armado de muestras, obras de teatro, artefactos extraordinarios
y fiestas de carnaval que no sólo dan cuenta del pasado de una comunidad sino
que, de algún modo, intentan incidir sobre su presente.
LA GRAN TRANSFORMACIÓN
El
taller desmantelado y las herramientas que se quedaron sin taller son piezas de
un mismo rompecabezas. Es que en poco más de 10 años, en el lapso, si se quiere
breve, que va de principios de la década del 90’ al comienzo del nuevo siglo,
Ingeniero White cambió y mucho. Cambió el ferrocarril, cambiaron el puerto y
sus industrias, y como consecuencia de ello, también la vida de quienes
habitamos en este lugar.
Es habitual asociar aquellos años, y este museo ha colaborado para ello, con la
desaparición de todo un sistema productivo: reducción de los ferrocarriles,
reestructuración del puerto, despido de miles de trabajadores, fin del Estado
social y empresario... pero menos frecuente resulta entender que la destrucción
de aquel mundo implicaba, al mismo tiempo, la construcción de otro. Uno en el
que la relación entre capital y trabajo, entre industria, población y medio
ambiente sufriría una transformación drástica, al ritmo de mutaciones que
excedían por mucho los límites de la localidad, de la región, del país, para
poner en juego aquí mismo, a la vuelta de la esquina, nuevas dinámicas de
alcance global que están en la base de nuestra realidad presente.
Ese vasto cambio de época que a vuelo de pájaro solemos caracterizar haciendo
referencia al fin del Estado de bienestar, a la crisis de la sociedad del
trabajo, a la mundialización de los flujos comerciales y financieros, a la
inserción creciente de la automatización en los procesos productivos, tuvo en
Ingeniero White hitos precisos: disolución de la Junta Nacional de Granos
(1992), privatización del Ferrocarril Nacional General Roca (1991),
reorganización del puerto como un ente autónomo (1992/3), privatización y
ampliación del complejo petroquímico (1995/2000), radicación de empresas
agroexportadoras de origen transnacional (1992-2011). De la
reconfiguración de aquel viejo orden derivaron nuevas formas de riqueza y de
miseria, nuevas maneras de repartir los beneficios y los costos derivados de la
actividad económica en la zona, pero también nuevos conflictos y nuevos modos
de responder a ellos, en este nuevo siglo, por parte de las empresas y del
Estado.
Los números del “progreso” son
impresionantes: 1.200 buques, 27.300.000 toneladas de carga exportada
(cereales, aceites, productos petroquímicos e inflamables), 4.500 millones de
dólares de ingresos, según las estadísticas del
año 2012. En los últimos 20 años, creció el calado del canal principal de la
ría y con él, el porte de los buques y su tráfico, creció también la capacidad
de almacenaje y la cantidad de sitios de atraque, y en consecuencia, crecieron
las exportaciones y las ganancias derivadas.
Pero
el “gigante portuario” oculta en su desarrollo realidades menguantes. Al tiempo
que la superficie portuaria explotada se multiplicó, la cantidad de
trabajadores se redujo de manera drástica. De 1993 a hoy, los espacios de producción pasaron de ocupar 75 a 262 hectáreas. A
pesar de ello, la totalidad del complejo agroexportador e industrial genera en
la actualidad apenas 3.600 empleos (entre directos e indirectos), una cifra
levemente superior a la cantidad de trabajadores que hasta los 90’ se
desempeñaban sólo en la Junta Nacional de Granos. Lo que parece haber cambiado,
de manera profunda, es la relación del puerto con la población que levantó sus cimientos, trabajó en
él y disfrutó de sus costas ahí donde se pudo. Es decir, el vínculo
entre trabajo humano y producción portuaria, por un lado, y entre vida
comunitaria y uso social del espacio costero, por el otro.
¿Pero
qué tiene que ver un museo con todo este asunto? O mejor dicho, ¿Qué le queda a
un museo más que documentar ese proceso? ¿Qué nos resta además de la
catalogación aséptica, el lamento por lo bueno pasado o la loa a las virtudes
de un presente ante al cual -¡quién lo duda!- no todo tiempo pasado fue mejor?
¿Existe alguna chance de ser otra cosa que una institución compensatoria que
administra en dosis homeopáticas el consuelo o la queja? El rompecabezas no tiene arreglo, pero sus
piezas tal vez resulten imprescindibles para componer una imagen de lo que
queremos para nuestro presente y porvenir.
EL PASADO COMO CONSTRUCCIÓN
Comprender
que el desmantelamiento de la usina y el cercamiento de su frente costero no son
hechos aislados ni desconectados, supone el trabajo de reconstruir la historia concreta de este
sitio y conlleva, a su vez, el desafío de poner en juego esa historia a la hora
de promover lo que muchos reclaman como un derecho evidente: “entrar al
castillo” y “salir al mar”. Empresa que no se nos hubiera ocurrido encarar sin
la colaboración de un montón de gente que llevaría páginas y más páginas
mencionar. Acá vamos a contarles,
apenas, sobre dos de esas personas: Atilio Miglianelli y Ángel Caputo. Esta
ponencia está, en cierto modo, dedicada a ellos.
Atilio
y Ángel fueron compañeros de trabajo en el equipo de buceo de la central San
Martín. Podría decirse que se hicieron amigos bajo el mar, limpiando los conductos
a través de los que la usina tomaba agua para refrigerar sus mecanismos. Atilio,
a quien conocíamos del Museo del Puerto, fue nuestro primer guía por los
alrededores del castillo. Con él aprendimos sobre el balneario de Puerto Galván
y la playa de la Esso, sobre la “alcantarilla” y el viejo balneario Unión y,
por supuesto, también sobre la playita que existía a un costado del castillo,
una suerte de piletón climatizado o yacuzzi vecinal que aprovechaba la
corriente de agua que la usina devolvía, caliente, al mar. O sea: aprendimos
que la vida de un trabajador nunca equivale a su trabajo, a lo que esa persona
hace por un salario, sino que es preciso tomar en cuenta todo lo demás: lo que
desea y lo que teme, qué come y cómo baila, la ropa que le gusta y las horas
que pasa tirado al sol…
Atilio
murió en 2007, y no pasa un día sin que se lo extrañe. A su compañero Ángel lo
conocimos recién en 2011, una de esas mañanas frías, de cielo apagado,
difíciles en este museo a veces imposible de templar, pero podría decirse que Caputo
ya estaba acá antes de que nosotros llegáramos. En algún momento de aquella
primera charla, Ángel nos dijo: “[De esta usina] yo tengo para contar, para
hacer un libro, poco más”. Así, con un comentario al pasar, arrancó la idea que
fue tomando forma a lo largo de los meses siguientes: escribir juntos una
historia de la usina General San Martín, una historia de la usina contada desde
el particular punto de vista de unos de sus trabajadores, a la que Angelito de
inmediato le encontró un nombre: “El Castillo de la Energía”.
En
un museo taller armar un libro supone, claro, escribir, que Ángel largue por un
rato la tenaza y agarre la birome para volver visibles, sobre los renglones de
unos cuantos cuadernos “Maratón” y “Potosí”, palabras en mayúscula que expresan lo que recuerda, pero también implica grabar horas y horas de
entrevistas, buscar fotografías, dibujar el eje de una turbina y corroborar
nombres de compañeros en las listas del sindicato. Todo eso hicimos junto a
Ángel durante un año entero de labor, pero como en este museo mejor que decir
es hacer (¿o era al revés?), nos propusimos convertir toda esta historia en un
artefacto concreto.
EL ARCA OBRERA
Un
día Ángel trajo al museo esta foto:
Ahí
está Atilio Miglianelli, más joven de lo que lo conocimos, tan pensativo
como se lo veía a veces, y están sus compañeros del equipo de buceo de la usina
-Angelito no salió porque justo estaba abajo del agua- posando para la
posteridad sobre una balsa hecha con pallets de madera y tambores de
aceite acá a la vuelta, junto al viejo muelle de los elevadores de chapa. Desde
aquel día, un interrogante fue madurando en la acalorada cabeza de nuestro
compañero Guillermo Beluzo: ¿Cómo sería esa balsa hoy? se preguntaba Guillermo,
a la hora del primer mate, mientras calzaba la boca del termo en el pico del
dispenser. Hasta que una mañana de verano el bidón de agua del dispenser se
secó y Guillermo se nos apareció con este dibujo:
El
Arca Obrera es una balsa diseñada y construida con ayuda de Luis Leiva, Roberto
Orzali, Roberto Conte y Ángel Caputo, trabajadores del mar. Está hecha con 61
bidones de agua que nos regalaron porque estaban pinchados, amarrados entre sí
por tiras de polietileno. No hay nada en esta embarcación que no sea de plástico
excepto, claro, los que la tripulamos. El agua que falta en los bidones suele
faltar en nuestra ciudad, en tanto el polietileno del que están hechos sobra, entre
otras cosas porque el agua es uno de los principales insumos y el plástico uno
de los principales productos del polo petroquímico que cerca nuestras costas.
Con
algo de humor, el Arca Obrera se presenta como un “dispositivo de escape en
caso de accidente”. Un humor más negro que el humo: en el año 2000 un escape de
cloro y otro de amoníaco cambiaron para siempre la relación de Ingeniero White
con el Polo Petroquímico. Por eso el Arca viene con un instructivo de de armado
y otro de uso, por si querés armarte en casa la tuya.
La
balsa, que pasa el invierno como un objeto más de nuestras salas, sirve en
verano para navegar, y así
mirar bien de cerca, desde las propias aguas de la ría, a los enclaves sobre
los que aquí se trata. Objeto derivado de la producción de las empresas
asentadas en este puerto, convertido en instrumento de indagación sobre las
mismas, el Arca porta nuestro deseo de conocer mejor el entorno con el que
convivimos a diario y, al mismo tiempo, carga con las ganas de pasarla bien de aquellos que, habiendo puesto el hombro para edificar este sitio, quieren seguir viviendo en
él.
Tal
vez el interrogante implícito en el proceso de su construcción y uso es qué
tipo de lazos y qué clase de demandas somos capaces de tramar, incluso en
el disenso, toda vez que de mantenernos unidos depende seguir a flote. Lo que
nos lleva a la pregunta del principio.
LA COMUNIDAD EN CUESTIÓN
La
relación de este museo con la comunidad que integra nunca es sencilla. En
principio, porque tenemos la sospecha de que lejos de representar un todo
unánime, la comunidad en cuestión se encuentra constituida por actores en pugna
y a su vez atravesada por procesos que exceden por mucho al espacio local.
Reconocer lo diverso de su composición, los modos en que esa heterogeneidad se
organiza en un orden con determinadas jerarquías, y los conflictos que
tensionan ese orden en favor de determinadas transformaciones, es quizás el
primer paso, un paso que se da a tientas y que tal vez nunca se acaba de dar,
para ubicar el propio quehacer dentro de ese complejo panorama.
Ferrowhite
se define como un museo que además de exhibir objetos los produce. Y no de cualquier manera.
Ferrowhite produce implicando en esa producción a un mecánico de locomotoras con
un arquitecto, a un videasta con un buzo, a un municipal con una costurera, a
una licenciada en historia con un estibador. Personas que llevamos adelante en
este lugar actividades que derivan pero al mismo tiempo están más allá, o más
acá, tanto de las habilidades pulidas a lo largo de nuestra vida académica o laboral,
como de las rutinas que la industria de la cultura (o sea, del consumo)
programa para nuestros ratos libres. ¿Hará falta decir que, en vista de nuestra
variada condición de clase, género, edad, nivel de ingreso o educación, y en
virtud de nuestra pertenencia o no a los estamentos municipales –o del lugar que
cada uno ocupa dentro de ellos-, los miembros de este “colectivo” casi nunca
estamos de acuerdo; que la discusión, más allá de las buenas intenciones, nunca
es de igual a igual; que incluso la posibilidad misma de que la discusión suceda
no es algo que podamos dar por descontado? Para bien o para mal, este museo es
un lugar en el que las dinámicas de la comunidad se intersectan con las del
Estado, pero también una lejana falange del largo brazo estatal en la que el
Estado mismo puede llegar a ser concebido a contrapelo de algunas de sus lógicas dominantes.
Porque
Ferrowhite, esto también hay que decirlo, no es hijo de un método pergeñado
por alguna mente maestra, tampoco un eficaz efecto de lectura de aquellos que lo narramos, sino el resultado de la constante, muchas veces ardua
negociación de nuestras diferencias. Hay quien piensa que con conocer con más
precisión la historia de este sitio, previniendo así las generalizaciones
apresuradas y los mitos (incluidos los progresistas) que esas generalizaciones
fundan, alcanza y sobra. Está quien reclama, en cambio, que este museo estatal
vale sobre todo por las intensidades que genera, por la capacidad de
transformar al visitante, aunque sea por un rato, en un artífice. Y la verdad,
importa menos decidir quién tiene razón, que el pequeño milagro de que sigamos
trabajando alrededor de una misma mesa. La historia de este museo es también la
historia de nuestra variable capacidad para convertir nuestros errores y discusiones en
una potencia. Y lo increíble es que a veces funciona.
LAS PATAS EN LA RÍA
En
enero de 2011, se anunciaba la decisión de realizar un nuevo dragado del canal
principal de la ría y de utilizar el material extraído del fondo del estuario
para rellenar, entre otros sectores, la franja de marisma y cangrejal que rodea
al castillo. El refulado -decía por entonces el diario La Nueva Provincia- iba
a ser empleado “para ganarle terreno al mar, con destino a nuevas industrias,
en el sector de la antigua usina San Martín” ya que, continuaba, “con ese
material se tornarían utilizables allí, entre 15 y 20 hectáreas, las cuales se
destinarán a futuros emprendimientos industriales”. No deja de ser curioso el
lenguaje con el que se dan estas noticias. “Tornar utilizable” implica, en
realidad, restringir los posibles usos del sector a un único uso que prioriza,
una vez más, el interés privado por encima del público. “Ganarle terreno al
mar” significa, en primer término, ganárselo a los vecinos.
La
ribera del castillo representa quizá la última zona urbanizada a través de la
cual aún es posible un acceso franco a las aguas de este puerto. Un
sitio privilegiado para aprehender la magnitud y complejidad de los procesos
que en esas aguas a diario suceden. Un lugar público para mirar el mar y todo
lo que en el mar interactúa: agua y amoníaco, buques metaneros y canoas de
pesca, soja y salicornia, dragas holandesas y cangrejos cavadores, muelle y -no
nos quitemos del cuadro- museo.
Nuestra manera de defender este espacio ha
sido usarlo, como siempre, con lo que se tiene a mano. Bailamos acá. Trajimos
mesas y sillas. Pollo y cerveza. Llenamos con humo de chorizo la noche del
puerto trasnacional. En pleno “conflicto del campo” imprimimos un cartel que
decía: Estamos con el mar. También fabricamos postales falsas, bolsos de playa,
gaviotas portabolsas, posavasos y pancartas. Las chicas y chicos del taller de serigrafía
armaron su propia "cortina forestal", una que en lugar de tapar, le
pone marco al paisaje industrial: flores fabricadas con todas las botellas de
pvc que andan tiradas por ahí, camalotes plásticos tan indiferentes a la
sospechosa calidad del agua del estuario, como capaces de aguantar mil años de
sequía. Recuperamos del agua puntales de obra y maderas de enconfrado y
con ellas fabricamos bancos, cajas de herramientas y mesitas de bar. Cada tanto,
montamos un escenario hecho con tambores, invitamos bandas y murgas amigas, y
cuando eso sucede, Ferrowhite suena con “Rock in Ría” o se sacude con el
“Carnaval de la Marea”.
Mucho
se hizo, casi siempre con la conciencia intranquila por todo lo que falta.
En este lugar hasta una fiesta es trabajo, y a veces, el trabajo una fiesta.
Momento que suele coincidir con la percepción fugaz de que junto con lo que
produce, un museo taller le da forma al sujeto plural de esa producción: un colectivo
imprevisible, y a veces, feliz.
Quienes participamos de este museo nos valemos de nuestro quehacer para preguntar, a la luz de la historia de este, nuestro lugar en el mundo, cómo se reparten los beneficios y los perjuicios engendrados por el orden vigente en la zona. Escuchar a Atilio contar sobre los balnearios de la ría o a Ángel acerca de los ciento cincuenta trabajadores que empleaba la usina, hacer con sus palabras un libro o un video, y con su ayuda una balsa o una obra de teatro, no es un acto de nostalgia. Es asumir, contra toda idea unívoca de origen y destino, que la misma historia que nos ayuda a comprender por qué White ha llegado a ser como es, nos permite imaginar que las cosas fueron y por tanto pueden ser de muchas otras maneras. El Arca Obrera es eso. La chance de meditar estas cuestiones mientras te tomás una cerveza hamacado por el vaivén del mar.