Esta vez fue en pleno centro de Bahía Blanca. Ayer volvimos a presentar "El Castillo de la Energía", el libro que Nicolás Angel Caputo, nuestro "Angelito", escribió para recordarnos que -al menos para nosotros, seres terrenales-, no alcanza con las palabras para que la luz se haga. Por eso, porque la luz que permite leer las palabras de un afiliado al Sindicato de Luz y Fuerza no es un fenómeno que podamos dar por descontado, iniciamos la ceremonia en el Centro Histórico Cultural de la UNS plantando un portalámparas sobre la mesa y enroscando en él una bombita eléctrica marca Phillips fabricada allá por 1912 que, ¡milagro!, aún brilla entre nosotros.
Difícil saber, hoy por hoy, de dónde provienen los watts que encienden nuestra lamparita centenaria, si de la cercana usina Piedra Buena o del remoto Chocón -en cuya construcción trabajó José Caputo, hermano de Angel, a fines de los sesenta-, si del complejo nuclear Atucha, inaugurado por Perón en la ribera del Paraná en el '74, o de la río arriba aún más distante, represa hidroeléctrica Yaciretá. Sin embargo, por más de cincuenta años, entre octubre de 1932 y la navidad del '88, la respuesta fue más o menos sencilla. Casi toda la energía consumida en Bahía Blanca se producía en un solo lugar: la usina General San Martín o, como todos le decimos, el "castillo del puerto". Una construcción con formas tan llamativas que parecen haber ocultado a lo largo de los años, tanto las funciones de dicho edificio como la labor de aquellos ocupados en atenderlas. Adentro de la caldera infernal, perdidos tras los tubos del condenso o sumergidos en la sopa opaca de la ría, los laburantes de la luz trajinaban su vida entre las sombras. Sólo se volvían visibles, paradójicamente, cuando la luz se iba. Las fallas, los cortes en el suministro eléctrico, los ponían por un rato en evidencia, aunque no, justamente, para ser felicitados.
Ayer nos acompañó Nicolás Trellini, en representación del Colegio de Arquitectos de la ciudad. Nicolás confirmó nuestra sospecha de que, en términos disciplinarios estrictos, el castillo del puerto constituye un verdadero enigma. Una construcción difícil de ubicar en algún estilo arquitectónico preciso. Una rareza monumental definida por un doble anacronismo: no sólo se trataría de una obra a contrapelo de los estilos dominantes para la época en la que fue inaugurada, sino que el pasado al que aluden sus formas no se correspondería con un periodo histórico particular, sino con muchos a la vez. Un poco gótico, otro poco normando, quizás románico pero absolutamente moderno en su estructura de hormigón armado, este castillo heterodoxo sólo parece poder ser comprendido, anacrónicamente, como precursor de un posmodernismo al que se anticipa medio siglo.
Quizás su aspecto genéricamente "medieval" invite a ser descifrado hoy como el símbolo de otro proceso. Este castillo funcionó, en efecto, como cabecera de un feudo eléctrico. El monopolio sobre la provisión de energía que la compañía Italo Argentina de Electricidad afianzó en la ciudad con su construcción, se extendió, luego de la estatización de la usina, en 1948, otras cuatro décadas. Todo ese tiempo tardó un Estado Nación formalmente constituido a mediados del siglo XIX, en hacer efectivo el Sistema Interconectado Nacional de distribución de energía. Entre tanto, como dice Angel, "todo dependía de acá". Por eso "había que correr a la madrugada" o "quedarse hasta cualquier hora", como recordaron anoche algunos de sus compañeros, porque todo ese tiempo estuvimos "solos", "prácticamente aislados".
La pérdida de protagonismo de la central General San Martín no explica, sin embargo, su cierre. Mucho menos su posterior desmantelamiento. "El Castillo de la Energía" permite también documentar que la definitiva salida de servicio de la usina, repotenciada poco años antes, no coincidió con el fin de su vida útil. Pero si bien es discutible cuán rentable era mantener a fines de los ochenta la central en funcionamiento, la decisión de desguazar sus máquinas dañando seriamente el edificio, a fines de los noventa, resulta, en cambio, muy difícil de justificar. Si el estado actual de la usina da cuenta de la dificultad para revertir el efecto de las políticas que condujeron a su destrucción, la apertura en 2004 de Ferrowhite, de La Casa del Espía a fines de 2005, el avance de La Rambla de Arrieta, y ahora la publicación de este libro -sólo con las palabras no alcanza, pero sin ellas tampoco se puede-, representan indicios de que las cosas pueden cambiar para mejor. Como resumió ayer Analía Bernardi, este es un libro "para que la historia del castillo quede", pero también "para que su historia siga".