El día amaneció con lluvia. Nos pasó tantas veces que ya perdimos la cuenta. “¿Se suspende?”. De ningún modo. Acá las cosas piden ser hechas más de una vez a marcha forzada, a paso de cangrejo, “contra viento y marea”. ¿Por qué con la fiesta de nuestros primeros 10 años iba a ser distinto? Así, los invitados tempraneros nos encontraron arrastrando cables, acomodando sillas, reboleando tablones y caballetes, a pesar del frío. Porque esa era la idea. Una fiesta en la que celebrar haciendo, que es lo que para nosotros sugiere la idea de un museo taller.
Todos a sus puestos: Cacho Mazzone te recibe en la entrada y te da la “información de sitio”; Zulema y Sabrina te entregan el folleto del museo y Pedro Marto, con traje y gorra de guarda, te pica los boletos que los amigos de ABTE (Agrupación Boletos Tipo Edmondson) imprimieron y nos regalaron (qué capos) con la consigna “el museo como herramienta”. Luego de la bienvenida, acaso siguiendo los consejos de Roberto Orzali, organizás tu recorrido: primero, avistaje de aves en la Rambla de Arrieta con la compañía experta de los amigos guardaparques Daniel, Martín y Patricia. Después, una pasadita por el taller de serigrafía en donde Silvia, Malena y Jimena te esperan con la tinta y el shablon listos para estampar lo que traés puesto, desde una remera a una ¡mantita de bebé! que apareció por ahí. Más tarde, subís a admirar la supermaqueta ferroviaria de Héctor Guerreiro, o aplaudís a los cantantes del taller que coordina Sarita Cappelletti en la Siempre Verde, o te das una vuelta por la Casa del Espía para bailar un tango con Sergio y Adriana, o para entonarlo junto con Rosana Soler mientras, detrás del mostrador, Rodolfo y Carla te tientan con unas empanadas.
No sabemos qué de todo esto hiciste, pero estamos seguros que quiet*, lo que se dice quiet*, no te quedaste. Y todavía no habías visto nada. No habías visto la foto gigante que descubrimos junto a Cacho Montes de Oca y Daniel Águila recién pasadas las nueve. La imagen de una celebración multitudinaria en Talleres Maldonado que tomó Daniel, con ojo de Águila, a fines de 1975, y que hoy, colgada de una pared del museo, invita a pensar que un trabajador nunca es sólo un trabajador, aquello que hace por un salario, sino también “lo que desea y lo que teme, qué come y cómo baila, las cosas por las que brinda y aquellas por las que lucha”.
Cacho y Daniel, que fueron compañeros en Maldonado, volvieron a abrazarse casi cuarenta años después en esta otra fiesta, en este otro taller. A su alrededor, había muchos otros ferroviarios, también portuarios y trabajadores de las usinas que en este tiempo nos han brindado infinitamente más que su testimonio. Con ellos levantamos la copa de sidra que Ida, Caty, Nora, Nenucha, Tití, Yamila y Ana, las “amigas del castillo”, convidaron a diestra y siniestra. Pedro Caballero hizo sonar, ensordecedora, la bocina de una locomotora GT 22, y entonces sí, bajo el 10 enorme que izamos con un guinche, cantamos el “feliz cumpleaños”, cortamos la torta que cocinó la Pochi y decoró el Bocha, escuchamos los saludos de Patricio Larrambebere, Eduardo Molinari y Marcela Sainz, las palabras (menos protocolares que desafiantes) de nuestro director Reynaldo Merlino, y dejamos que los amigos de Swing Gitan nos pusieran a mover la patita con su jazz gitano, haciendo sonar un serrucho como un violín.
En conclusión, una fiesta “surtida”, como dijo Pedro Marto, cuyo armado diverso representó quizá lo que ha sido este espacio en los últimos 10 años. Un museo que, bajo la creencia de que es posible -e incluso necesario- volverse otra cosa, se convirtió de acuerdo con la ocasión en salón de baile, sala de conciertos, taller de serigrafía, fonoplatea, corsódromo, mecano, balneario contaminado, panadería, peluquería, escenario teatral…
Justo cuando estabas por irte, abrimos las puertas del castillo. Con una batucada improvisada por los chicos del Envión de Saladero sobre tambores plásticos de 200 litros, te recibimos en una especie de capilla armada para prenderle una vela a San Atilio. Cacho Romero y Julieta te entregaron una estampita y por las escaleras rotas, marcadas por el desguace, procesionaste hasta llegar al primer piso. Allí, en una oficina abandonada, Daniel repetía una y otra vez la historia reciente de los intentos (y fracasos) de recuperación de ese edificio patrimonial. Una historia que abarca la del museo, pero que no está cerrada. Lo que viste en la nave central (y la cara que, según Guillermo y Pol, pusiste), ahí donde durante tantos años funcionaron las turbinas Brown Boveri y Franco Tossi, mejor no te lo contamos. Mejor, te invitamos a que vengas de nuevo dentro de poco.
Entre otras tantas cosas, celebramos el haber recuperado parte del complejo de la ex usina General San Martín tras la década neoliberal, así como también la tarea de los ferroviarios que se organizaron para rescatar los más de cuatro mil objetos que hoy forman la colección de Ferrowhite. Celebramos además la posibilidad de rehabilitar la memoria del trabajo ferroportuario, o al menos de generar las condiciones para preguntarnos cómo fue que llegamos hasta acá y cómo sigue esta historia. Pero también festejamos marcando lo que falta: salir al mar y entrar al castillo. Porque si en estos diez años ganamos algo, acaso en el inventario no se pueda dejar de contar la capacidad para pensar (e intervenir, en modesta medida) en lo que pasa a nuestro alrededor: en la ampliación del complejo portuario e industrial; en el estado del castillo; en la crisis de la pesca artesanal; en los escapes de cloro; en los índices de desocupación de la ciudad; en la emergencia en la que aún se encuentran la mayoría de los servicios ferroviarios de pasajeros; en el glifosato y el asbesto; en Vaca Muerta y la tragedia de Once.
Entre otras tantas cosas, celebramos el haber recuperado parte del complejo de la ex usina General San Martín tras la década neoliberal, así como también la tarea de los ferroviarios que se organizaron para rescatar los más de cuatro mil objetos que hoy forman la colección de Ferrowhite. Celebramos además la posibilidad de rehabilitar la memoria del trabajo ferroportuario, o al menos de generar las condiciones para preguntarnos cómo fue que llegamos hasta acá y cómo sigue esta historia. Pero también festejamos marcando lo que falta: salir al mar y entrar al castillo. Porque si en estos diez años ganamos algo, acaso en el inventario no se pueda dejar de contar la capacidad para pensar (e intervenir, en modesta medida) en lo que pasa a nuestro alrededor: en la ampliación del complejo portuario e industrial; en el estado del castillo; en la crisis de la pesca artesanal; en los escapes de cloro; en los índices de desocupación de la ciudad; en la emergencia en la que aún se encuentran la mayoría de los servicios ferroviarios de pasajeros; en el glifosato y el asbesto; en Vaca Muerta y la tragedia de Once.
Y lo compartimos también con quienes “pusieron el cuerpo (la cabeza y el corazón)” a lo largo, ancho y profundo de esta década. “Trabajadores de museo” que forman o han formado parte del equipo de esta institución, bajo condiciones laborales y salariales a veces menos estables que precarias:
Reynaldo Merlino, Cristian Peralta, Gustavo Monacci, Nicolás Testoni, Carlos Mux, Marcelo Díaz, Fabiana Tolcachier, Rodolfo Díaz, Ana Miravalles, Adolfo Repetti, Esteban Sabanés, Lucía Cantamutto, Silvia Gattari, Guillermo Beluzo, Héctor Guerreiro, Zulema Soria, Natalia Martirena, José Pacheco, Yesica Peluffo, Pamela González, Roberto Firpo, Emilce Heredia Chaz, Nicolás Seitz, Julieta Ortiz de Rosas, Carla Volonterio, Roberto Carlos González, Analía Bernardi.
A todos, gracias totales. Vengan cuando quieran, esta es su casa.
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