lunes, 7 de septiembre de 2015

YO ACUSO

Entre las actividades de El Museo Reimaginado, se llevó a cabo un juicio simulado al uso de los dispositivos electrónicos móviles en los museos. Por razones que aún no termino de entender, se me pidió participar de este juego testimoniando en favor de la fiscalía. Demás está decir que el acusado fue absuelto. Y está bien. No es cuestión de ser retrógrados, de condenar a las nuevas tecnologías en nombre de las cualidades de una humanidad que ya no existe, de valores letrados que a esta altura no representarían otra cosa que nuestros propios privilegios, sino de propiciar su uso creativo, crítico, y sin embargo...



Sr. Juez, miembros del jurado, público presente,

Debo confesar que dudé en responder al llamado de la fiscalía. No tengo para ofrecer ninguna prueba contundente ante este estrado. Traigo conmigo, en cambio, algunos interrogantes, y la impresión de que, inocente o culpable, no es para nada fácil trazar el identikit del sospechoso que hoy sentamos en el banquillo, como tampoco resulta simple caratular el delito que se le imputa.

Para fundar nuestro juicio sobre los dispositivos electrónicos no alcanza con someter a examen la utilización en nuestros museos de, por ejemplo, este teléfono [saco mi celular del bolsillo y lo muestro]. Lo que aquí estamos juzgando no son las obvias virtudes de tal o cual artefacto sino el intrincado entramado de intereses al que estas tecnologías sirven. Porque cuando nos referimos al uso de dispositivos electrónicos en los museos estamos hablando, en realidad, del problema de la técnica entendida como fenómeno civilizatorio, es decir, como ese sistema de creencias, modos de imaginar y experimentar la vida que vuelven al día de hoy casi impensable vivir sin este aparatito, a la vez que casi incomprensible la experiencia de aquellas personas e instituciones cuya concepción del mundo prescindía, hasta no hace tanto, de él.

Supongo que es por eso me convoca el señor fiscal. Porque mi oficio suele ponerme al otro lado de la "brecha digital". Desde ese lugar antipático llego hasta aquí para advertirles: los dispositivos electrónicos no vuelven nuestros museos necesariamente más atractivos a los ojos de sus visitantes, ni siquiera de los más jóvenes. Los “smartphones” no nos convierten en “smart museologists”. No dotan a nuestras propuestas de mayor “definición”, ni “aumentan” por defecto nuestra precaria realidad. Ninguno de los atributos predicados sobre este aparatito [vuelvo a mostrar el celular] se transfieren por arte de magia a su portador. Puede, por el contrario, que nuestro afán por estar a la moda, por implementar el último gadget tecnológico, nos distraiga de lo que, en el presente contexto, los museos tienen para plantear.



Trabajo en Ferrowhite, un pequeño museo dedicado a la historia del trabajo en el ferrocarril y el puerto de Ingeniero White. La colección de este museo no es otra cosa que un montón de herramientas obsoletas, y muchos de sus colaboradores, personas cuyo trabajo dejó de ser considerado "útil" porque una máquina ocupó en algún momento su lugar. Quien sabe si, en mi situación, no me convendría testimoniar en favor de la defensa. En definitiva, si yo tengo trabajo es porque muchos de mis vecinos ya no. El celebrado cambio tecnológico acabó con el pleno empleo en White y, de manera irónica, generó la necesidad de abrir un museo del viejo trabajo para, como dicen los psicoanalistas, "elaborar el duelo" por su desaparición.

El caso no es novedad. Forma parte de una consolidada tendencia del mundo posfordista. Puede que el asunto nos resulte ajeno pero me temo que los museos, incorporados desde hace rato a la industria del espectáculo, tampoco se encuentran a salvo de este problema. En realidad, desde que el software “tomó el mando”, cuesta imaginar qué competencia humana económicamente relevante no podría ser desempeñada por alguna máquina en un futuro más o menos cercano. Esto vale incluso para nosotros, los que vivimos en la periferia de la periferia. El Instituto Cultural de Bahía Blanca implementó hace poco un tour virtual por los museos de mi ciudad. Ahora podés recorrer Ferrowhite sin necesidad de visitarlo, interactuando desde tu teléfono con fotos panorámicas en 360 grados. Me pregunto si mis días de acompañar visitas no estarán contados.

Los dispositivos tecnológicos mejoran la productividad de nuestra labor. Pero junto con las ventajas innegables que suponen, modifican la naturaleza de nuestro trabajo y abren la posibilidad de su lisa y llana supresión. Esto no resulta necesariamente malo. La situación tiene, desde luego, sus claros ganadores. En primer lugar, ha maximizado las ganancias de los dueños de las máquinas; en segundo, ha abierto inéditas oportunidades para aquellos que las diseñan, construyen y programan; y por último, aunque varios escalones más abajo, representa una chance de prosperidad para quienes son capaces de adquirir las competencias necesarias para operarlas de manera "creativa" o, al menos, diestra. Gente importante, sin duda, pero poca. ¿Qué es entonces lo que hace que el interés de este grupo pase por el de toda la población? La única alternativa concebible a las consecuencias no deseadas de la innovación, se nos dice, es volvernos más competitivos a fuerza de ser más innovadores. Como actores de la cultura, somos conminados a educarnos y a educar para las nuevas tecnologías, o a atenernos a las consecuencias. Tal parece que, con nuestra mochila decimonónica a cuestas, los trabajadores de los museos corremos con desventaja en esto. Nuestro temor a que nos tilden de anticuados, a que confundan nuestra edad mental con la edad de nuestras colecciones, es síntoma de vulnerabilidad ante el gran mandato contemporáneo: digitalízate o muere.



Pero mi propósito no es asustarlos con un viejo argumento luddita. Es más: en Ferrowhite estamos chochos con la idea del fin del trabajo, a condición de empezar a discutir en serio cómo se reparte la riqueza que las nuevas tecnologías generan. Hablemos de 4G, pero también de renta básica y salario universal. Charlemos un rato sobre las corporaciones que son dueñas de las aplicaciones que nos bajamos y de la geopolítica que modela el sustrato físico de las redes virtuales en las que nos movemos, y del tipo de renta que estas extraen de las palabras, las imágenes y los "clicks" que producimos en ellas. ¿De verdad somos dueños de la "información" que generamos? ¿No estaremos, por el contrario, ante un inédito proceso de explotación de nuestras opiniones, ante una nueva forma de gobierno de nuestras subjetividades? Mi testimonio busca apenas recordar aquello que, en el lugar del que provengo, no puede ser olvidado, es decir, el contexto histórico en el que el imperativo de la innovación técnica, y sus progresistas augurios de conectividad, horizontalidad y creatividad colectiva, suele desenvolverse: todo cambia, pero el creciente poder de las nuevas tecnologías permanece en manos de aquellos que las utilizan en favor de la ampliación de sus capacidades de dominio. Esto no es sólo cuestión de cómo las tecnologías se usan sino de las posibilidades implícitas en su diseño y distribución segmentada, asuntos por los que, lamento recordar, ningún invento es “neutro”.

Estas palabras que les leo las escribí en un dispositivo electrónico. Eso sólo debería bastar para recusar la credibilidad de mi testimonio pero también la propia validez de este juicio. ¿Cómo juzgar soberanamente aquello de lo que dependemos? Difícil poner tras las rejas todo eso de lo que somos confortables rehenes. Dicho esto, tal vez los museos representen una oportunidad para no perder del todo el juicio ante un mundo multipantalla que fragmenta nuestra atención, acelera nuestra percepción del tiempo y debilita la antigua autoridad de nuestras instituciones. Hemos llegado a concebir la distancia que imponen las paredes del museo como la rémora de un poder autoritario que debemos abolir, olvidando que el poder ha cambiado de paradigma. En tales circunstancias, la posibilidad de experimentar un aquí y ahora no mediado por los dispositivos electrónicos quizás represente una ventaja antes que un mero inconveniente. Y puede que, en lugar de ceder a un aggiornamiento irreflexivo, museos como Ferrowhite representen la chance de poner a las nuevas tecnologías en perspectiva con aquellas que mandamos al basurero de la historia. 



Cada innovación tecnica trae consigo un potencial paradójico de promesa y amenaza. Ese es el secreto que cuentan las viejas herramientas que guarda este museo. Nosotras fuimos el inevitable futuro murmuran las llaves y las tuercas de una locomotora a vapor que ya no existe. Nosotras prometimos prosperidad, progreso indefinido, una humanidad por fin emancipada. Y todos, a su manera, nos creyeron. Los liberales y los socialdemócratas, los marxistas y los fascistas, nos creyeron. Tu abuelo nos creyó. Nosotras fuimos sus lentes de realidad aumentada, su internet 3.0, su dron. Y mentimos. Fuimos el paraíso para algunos y el infierno para muchísimos otros. Eso te confiesan al oído todos esos fierros caducos, pero sólo a quien esté dispuesto a largar por un rato el bendito teléfono para sostener el peso específico que su historia deposita en nuestras manos. Lo que aquí se juzga, me parece, no es si las nuevas tecnologías de la comunicación pueden entrar a nuestros museos, sino si seremos capaces de llevar al capitalismo un paso más allá de sí mismo a través de ellas. Una cuestión que de nueva tiene poco y nada. Aunque no tengamos ni idea de por donde se empieza.

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