domingo, 6 de septiembre de 2015

VIDA Y OBRA

Durante el encuentro "El Museo Reimaginado" participamos de la mesa "Los museos cambian vidas. Nueva visión de museos comunitarios.", en la que aprendimos de la experiencia de colegas brasileros, ingleses, estadounidenses y mexicanos. Junto con unas cuantas fotos que no podemos reproducir acá, presentamos a Ferrowhite contando más o menos lo que sigue.



No estoy en condiciones de garantizar que Ferrowhite le haya cambiado la vida a alguien -o en todo caso, no me corresponde afirmarlo- pero sí tengo claro que este museo no sería el que es al margen de la trayectoria vital de un montón de gente. Así que para introducir diez años de labor en diez minutos cronometrados se nos ocurrió que podíamos contarles un poco sobre dos de esas personas: Adolfo Repetti y Pedro Caballero. O, mejor dicho, acerca de cómo Adolfo, Pedro y muchos otros cambiaron nuestra manera de entender qué es este museo, cuál es su patrimonio y por qué tiene valor.

Ferrowhite es un museo de colección ferroviaria. Pero la mayoría de los objetos que guarda no fueron donados por el -hasta 1992- Ferrocarril Nacional General Roca. Tampoco por los concesionarios privados que vinieron después. Todas esas cosas están en el museo porque algunos ferroviarios supieron tomarlas del lugar en el que estaban y con, o sin, el visto bueno de sus jefes, lograron llevárselas a su casa. A nadie se le ocurriría decir, sin embargo, que las robaron. Estiraron la mano cuando ya se veía cuál iba a ser el destino de la empresa estatal, es decir, cuando fue evidente que el verdadero robo era aquel que ocurría a la vista de todos y con firma de ministro. Es cierto, no todo el que se llevó algo lo trajo al museo después, pero también es verdad que si en nuestras salas no exhibimos una locomotora se debe, en definitiva, a que nadie encontró la manera de hacerla caber en un bolso. Al menos por ahora.



Una de mis primeras tareas en Ferrowhite consistió en acompañar a Adolfo Repetti en busca de un lote de herramientas arrumbado en el viejo Hotel de Inmigrantes de Bahía Blanca. Me acuerdo porque traerlas costó. Esos fierros pesaban. Fue durante una de aquellas excursiones que ayudando a cargar una bigornia sobre la camioneta de la Delegación Municipal, sentí por primera vez el dolor de cintura que cada tanto me recuerda la trágica obviedad de que no seremos jóvenes ni estaremos vivos para siempre. La bigornia podría haber terminado en una fundición y mi cintura, junto con mi sentimiento de eternidad, hubieran permanecido a salvo, al menos por un tiempo. Pero no, fue a parar al museo. TAN, TAN, TAN, martillan con empeño los chicos de las escuelas que mis compañeros guían. TAN, TAN, TAN, golpean los visitantes domingueros que llegan al museo para descubrirse mortales. Y acaso resultó así porque quienes en los años noventa lograban la pequeña proeza de robarle al gran ladrón, entendieron además que la porción escamoteada del botín no formaba parte exclusiva de su interés o memoria personal, sino que funcionaba también como el nexo necesario con una historia considerablemente más amplia.

En una Argentina en la que el desguace de la empresa ferroviaria estatal se llevaba a cabo con la anuencia de buena parte de la propia "familia ferroviaria" y la abierta complicidad de sus cúpulas sindicales, ferroviarios como Adolfo Repetti nos dejaban, con su tesoro, una pregunta difícil de responder: ¿De qué somos dueños en este museo? Pregunta complicada, porque en tanto sobre las cosas sí se puede, sobre el interrogante no parece posible colgar ninguna etiqueta de inventario. De la vitalidad de esta pregunta tal vez dependa la potencia política de este remoto museo municipal: de la posibilidad de examinar con lupa ese "sentido común" que impone, en cada época, una idea de lo propio y de lo ajeno, de lo que es patrimonio de una nación o apenas de unos pocos.

En la más primaria de las operaciones museológicas, aquella que decide apartar del orden cotidiano determinados objetos para preservarlos del paso del tiempo, cristaliza ya cierta concepción de la vida en común, de lo que una sociedad considera bello, memorable o relevante; es decir, valioso. Pero también, cierta idea acerca de quiénes detentan, dentro de ella, el privilegio de poseer y la potestad de sancionar dicho valor. Los objetos de un museo objetivan relaciones de poder. En su oficio mudo, nos dicen a qué mundo pertenecemos; pero, también, qué nos distingue, cuál es el lugar que le toca a cada uno dentro de él.

Por eso, quizás lo primero que convenga ver en Ferrowhite no sean sólo las cosas que guarda sino también las manos que las sostienen. Porque además de un museo sobre la historia del trabajo en el ferrocarril y el puerto, Ferrowhite es un museo taller. Un lugar en el que las cosas, además de ser exhibidas, se fabrican. Y un museo taller es como la mugre. Deja marcas. Se lleva abajo de las uñas.

Estas son las manos de Pedro Caballero.



Para decirlo con palabras de Marcelo Díaz, compañero de trabajo entre 2004 y 2010:

"Una llave inglesa es un pedazo de hierro. Pero una llave inglesa en las manos de Pedro Caballero, como en las manos de cualquier otro ferroviario, es un objeto valioso. En esa llave inglesa está el imperio inglés, el trazado urbano de Bahía Blanca con los barrios que quedan a un lado y otro de las vías, el puerto, la Junta Nacional de Granos, el Banco Mundial, el General de los Estados Unidos Thomas Larkin y su plan para “racionalizar” la red ferroviaria argentina, y también está el dirigente gremial Osvaldo Ceci, y los huelguistas del 58, y Hugo Llera, arquero notable que dejó Estudiantes de la Plata para venir a Bahía a trabajar al ferrocarril, en épocas en que un futbolista no ganaba ni la mitad de lo que ganaba un ferroviario!, y la mujer de Hugo, que marchó por Avenida Alem cuando él y todos los huelguistas fueron presos (...) Todo eso sabía Pedro Caballero. Por eso podía donar una llave inglesa al museo diciendo "es un objeto histórico". Porque no hay una Gran Historia y una pequeña historia, no hay una historia de notables y una historia de la "gente común". Hay historia, a secas. Y vida: cambiante, contradictoria, diversa."

Sin embargo, lo que las manos de Pedro sostienen en la foto no es una llave de locomotora. Es un puntal de obra. Si Ferrowhite se armó con las herramientas que algunos ferroviarios se llevaron a su casa, puede que hoy, diez años más tarde, el gran donante de objetos de esta institución no sea una persona sino el mar. Por esa lengua de barro que lame la platea de hormigón sobre la que se levanta el museo, llegan decenas de cosas a diario. Restos, dirá alguno, de ese naufragio en perpetua expansión y fuga que llamamos capitalismo. Aparecen cascos, neumáticos, granos de soja, cartones de vino y, cada tanto, maderas que la marea arrastra desde el flamante muelle de la cerealera Toepfer o las suspendidas obras de la minera Vale.

Pero ¿Por qué valdría la pena incorporar estos deshechos a la colección de un museo? Porque, trabajo mediante, un puntal de obra es la punta de un ovillo. La astilla de un árbol de relaciones que nos lleva, por el espacio y a través de las épocas, del elevador de granos de una cerealera trasnacional a la infraestructura y las labores que han facilitado, a lo largo del tiempo, el negocio agroexportador, con sus cambiantes protagonistas, con la renta, a menudo extraordinaria, que ha sido capaz de generar, y su desigual apropiación por parte de los capitalistas, los trabajadores, la comunidad y el Estado.

Todo un orden encuentra sostén en este puntal que Pedro pone, aquí y ahora, en manos de todos ustedes, pero comprender eso depende, en un punto, de que hagamos algo con ese puntal, entre ese preciso puntal y las manos que se organizan en este lugar para darle un uso inesperado. Nos gusta pensar que en un museo taller los objetos valen no sólo en virtud de su historia, sino además en tanto portan un llamado a la acción. Es decir, en la medida en que son capaces de comprometernos en la experiencia de un obrar colectivo orientado a modificar, aunque sea de manera modesta, el mundo que nos rodea.

Por lo pronto, este humilde objeto encuentra hogar, pero también perspectiva histórica, rodeado de cientos de voces y miles de papeles, junto a durmientes de quebracho chaqueño y relojes de roble francés que alguna vez cumplieron su función dentro del gran mecanismo. Con su madera fabricamos cajas de herramientas, bancos de plaza, mesas de bar, las piezas de un juego que nos sirve para estudiar el movimiento portuario junto a las chicas y chicos que nos visitan y, además, este banquito.


Construir en un museo taller implica hacer propias y en ese acto volver una cuestión pública, las prácticas de la escasez, para reconfigurar a partir de la parte descartada una imagen de conjunto que, aún en su parcialidad, nos ayude a advertir las continuidades pero también las alternativas a un orden injusto que suele negociar en el cambio su fundamental permanencia. Misión, para qué les vamos negar, poco menos que imposible, pero a la que vale la pena, creemos, ponerle algo de banca.

A diez años de su inauguración, podemos decir que Ferrowhite no hubiera sido lo que es sin tipos como Adolfo y Pedro, personas que ya no están. Hecho que nos confronta con la idea de que el principal patrimonio de este museo -que no es su colección, ni su arquitectura, ni su supuesto ingenio curatorial-, no puede ser conservado. En un museo taller se vive asediado por la sospecha de que, en definitiva, sólo es posible conservar aquello que se transforma y -aunque suene raro, ingenuo o temerario- sólo somos dueños de aquello que se comparte.

¿Y el banquito? El banquito es un punto de apoyo provisorio. Un lugar para deshacernos por un rato de lo que traemos entre manos, para tomar distancia de las cosas que nos ocupan, descansar de ellas o estudiarlas mejor. El banquito es también la oportunidad portátil de tomarnos un respiro y apoyar el culo para empollar una idea. Y es el escalón donde hacer pie para, con algo de suerte, pegar el salto.


Esta presentación retoma lo escrito en este mismo blog el 18 de julio de 2009 y el 4 de julio de 2014

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