Algunos la recuerdan alta y esbelta, otros petisita. Unos la conocieron joven, otros casi anciana. Está quien asegura que tenía ojos azules y quien sólo retiene de su aspecto el color de una piel curtida por el sol y la sal. En algún momento, Celestina Gómez se convirtió en leyenda. Como la de aquellos balnearios en los que pasó la mayor parte de sus días, la suya es una historia hecha de versiones innumerables y, a veces, contradictorias, un cuento contado a coro en el que las rutinas ordinarias de todo un pueblo se miran en el espejo de una existencia excéntrica, capaz de reclamar para sí el lujo soberano de pasarse la vida en traje de baño y chancletas.
"Usaba una vincha en la cabeza", "se ponía flores en el pelo", "se pintaba los párpados con corcho quemado", "los muchachos que trabajaban en DEBA la piropeaban", "si veía a alguien fumando le pedía un cigarrillo", "estaba enamorada de Raúl, el hermano de la cantante Nelly Omar", "le mandaba cartas escritas con lápiz de labios rojo". Algunos relatos hacen de Celestina una Penélope en eterna espera de un amor que se llevó el mar, pero tampoco faltan las voces que, en contra del estereotipo romántico, ven en ella a "una rebelde" que se animó a "vivir a su modo" en un tiempo en el que las mujeres tenían menos chances de elegir su destino.
"Reina del mar", "loca de la marea", ayer Celestina fue también una versión whitense de la Madame Butterfly de Puccini y de la Venus de Boticelli, en un museo que, lejos de custodiar alguna tradición "culta" o "plebeya", se dedica a traficarlas todas, bajo la sospecha de que sólo es posible conservar aquello que se transforma.
A les cantantes Valeria Mangano y Pablo Balestri, a Maribel y Valentina del dúo Yaga Plush, a los hermanos Leo y Gabriel Vecchietti de la banda Polaroid, al gran Pablo Oviedo, nuestro Boticelli en planta permanente, a Ida Muhamed, Tino Diez, Angel Caputo y a todxs los que ayer nos confiaron su testimonio, gracias.
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