Casi son las tres y Pedro Caballero va cruzando el puente. Alberto ‘Cacho’ Romero abre el portón mientras sigue, a la distancia, la conversación con Pedro Marto. Los tres llegan al museo con una insólita antelación. Los tres tienen asistencia perfecta.
Tal vez ir al museo signifique para ellos lo que antes implicaba arrimarse al bar, al club, incluso al trabajo. Han hecho del museo su lugar de pertenencia.
Tal vez ir al museo signifique para ellos lo que antes implicaba arrimarse al bar, al club, incluso al trabajo. Han hecho del museo su lugar de pertenencia.
Esa apropiación requiere, en parte, encontrar una actividad. Un hacer que, por el hacer mismo, se va volviendo rutina (en el sentido más reconfortante de la palabra). Así, Pedro Marto se viste con la gorra de guarda, agarra la caja de colaboraciones y prepara su planilla de visitantes: “Sábado tanto, coordinador tanto”. Después, se encarga del encendido de la calefacción, de las luces de las fotos y de los teléfonos, tareas que ya le son propias.
Pedro Caballero desde hace tiempo (más precisamente, después de la botadura del “Ingeniero White”) va derechito a abrir la persiana del salón de usos múltiples, y en un gesto evoca a los talleres Maldonado. Con el primer deber cumplido, hace entrega del suplemento ADN del diario La Nación que Pedro, a su entender, no entiende.
Cada tanto Cacho Romero se acerca a compartir unos mates y también unas anécdotas. El otro día, por ejemplo, Pedro Caballero y Cacho recordaron a Musa, un ferroviario que medía como dos metros y medio y que sólo manejaba las pilotas*, porque su cuerpo era tan grande que tenía que sacar la cabeza por la ventanilla.
A veces, cuando llega alguien con algo que preguntar o simplemente con ganas de conversar, Pedro Marto siempre dice mentir, y Pedro Caballero nunca niega decir la verdad.
Quien llega y permanece, se va asombrado con la prodigiosa memoria de don Pedro (Caballero), y de yapa se lleva una foto con el único guarda que no fue ferroviario.
Pedro Caballero desde hace tiempo (más precisamente, después de la botadura del “Ingeniero White”) va derechito a abrir la persiana del salón de usos múltiples, y en un gesto evoca a los talleres Maldonado. Con el primer deber cumplido, hace entrega del suplemento ADN del diario La Nación que Pedro, a su entender, no entiende.
Cada tanto Cacho Romero se acerca a compartir unos mates y también unas anécdotas. El otro día, por ejemplo, Pedro Caballero y Cacho recordaron a Musa, un ferroviario que medía como dos metros y medio y que sólo manejaba las pilotas*, porque su cuerpo era tan grande que tenía que sacar la cabeza por la ventanilla.
A veces, cuando llega alguien con algo que preguntar o simplemente con ganas de conversar, Pedro Marto siempre dice mentir, y Pedro Caballero nunca niega decir la verdad.
Quien llega y permanece, se va asombrado con la prodigiosa memoria de don Pedro (Caballero), y de yapa se lleva una foto con el único guarda que no fue ferroviario.
Pedro, Cacho y Pedro
A las seis y pico un cambio de música es solicitado y el bolero de Ravel gira un par de veces. Pedro Caballero se para delante del parlante y, por quince minutos, dirige una orquesta. Con una sonrisa dibujada se agrega al camino del quehacer, esta vez al revés. A cerrar la persiana, a hacer las cuentas de la recaudación, a apagar la calefacción, la música, las luces.
A cerrar la puerta, a saludarnos otra vez. A decir: hasta la próxima.
*pequeñas locomotoras a vapor usadas en la playa ferroviaria.
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