Entre 1947 y 1960 llegaron al país alrededor de medio millón de italianos. No pocos se radicaron en Bahía Blanca. Aquí encontraron una ciudad constituida precisamente durante otro período de gran afluencia de trabajadores europeos, entre la última década del siglo XIX y las primeras tres del siglo XX. A menudo, sin embargo, la historia de ambas migraciones se cuenta como si fueran la misma, como si se hubiese tratado de un flujo humano continuo y uniforme, indiferente a las circunstancias personales pero también a los cambiantes contextos históricos, en el que el proceso migratorio es entendido como un simple “trasvase” de gente que llegó para quedarse y prosperar, asimilada sin problemas a una “sociedad de puertas abiertas”.
Las cosas, desde luego, fueron más complejas. Tanto la partida como la llegada solían estar plagadas de inconvenientes. El camino no sólo era ida, ni siempre ascendente. La realidad contradijo en más de una ocasión las expectativas, e incluso el margen para las decisiones individuales fue menos amplio de lo que a muchos de nosotros, hijos y nietos de aquellos “gringos”, nos gusta reconocer. Paralelas al deseo o la necesidad de emigrar de miles de italianos durante la segunda posguerra, las circunstancias políticas en sentido amplio (fascismo y miseria en Italia, peronismo e industrialización en Argentina) y políticas en sentido específico (determinados acuerdos entre los gobiernos de Argentina e Italia, influencia de instituciones como la iglesia católica o los partidos políticos, o de organismos internacionales como el CIME) fueron tan determinantes como las propias circunstancias personales a la hora de partir, de radicarse o decidir la vuelta.
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