La Estación Sud, por un lado, Grünbein y Spurr, por el otro, plasman sobre el mapa de nuestra ciudad la gran división entre trenes de pasajeros y trenes de carga que sancionó la privatización fragmentada de Ferrocarriles Argentinos a partir de 1991. Ese proceso que nuestro amigo Semo llama la "tupacamarización" del ferrocarril, tuvo como consecuencia solapada la introducción de la lógica del transporte automotor en el manejo de los trenes. Así como por una misma ruta corren muchas líneas de colectivos, por las vías que alguna vez pertenecieron al Ferrocarril Nacional General Roca, y antes al Ferrocarril Sud, hoy corren trenes de tres compañías distintas, aunque no en igualdad de condiciones. La privatización cedió la administración de esas vías a las empresas de carga. De allí que un tren con soja tenga en la actualidad prioridad de paso sobre uno de pasajeros. Las personas pueden esperar el tiempo que, al parecer, los porotos no.
Desde que la Unidad Ejecutora del Programa Ferroviario Provincial (UEPFP) se hizo cargo de los servicios de pasajeros, en 1993, se viaja a menos destinos, con menos frecuencia y en peores condiciones. Hay cada vez menos vagones y locomotoras disponibles, que se encuentran sometidos a un desgaste creciente. La formación que parte a diario desde Estación Sud cuenta en el último tiempo apenas con cuatro vagones, y es raro que supere los seis, cuando hasta fines de los ochenta un tren no se armaba con menos de diez unidades. Hay locomotoras que se quedan a mitad de camino, coches que se inundan si afuera llueve y otros que se hielan cuando llega el invierno. La conclusión obvia es que se viaja lento y mal. Y sin embargo, el tren a Buenos Aires va casi siempre lleno.
¿Pero quiénes son esos pasajeros impenitentes que soportan todo sin chistar? Tal vez habría que empezar por preguntarse quiénes eran. Como se ha dicho acerca de la escuela pública, del hospital estatal e incluso del ejército, como hemos afirmado nosotros mismos en relación a los talleres ferroviarios, las estaciones de tren quizás hayan articulado en otro tiempo un gran espacio "policlasista". Entiéndase: no un lugar al margen de las divisiones y conflictos entre clases, sino uno que cobijaba esa relación de una manera muy distinta a cómo se segmenta hoy en el espacio público el conflicto entre pobres y ricos. Esta es una sospecha que atender el museo, o salir de él para hacer entrevistas, tiende a confirmar. No debe haber un sólo bahiense mayor de 50 años que no tenga alguna anécdota ferroviaria para contar. Importa poco si andaba de traje o mameluco, seguro viajó en tren. Pero ya no es así. Los que hace un rato partieron en el tren de las siete y media resultan, en su aplastante mayoría, aquellos que no pueden darse el lujo de pagar un pasaje en colectivo, aquellos que ni siquiera sueñan con subirse a un avión alguna vez. El servicio podrá ser pésimo, pero un pasaje en clase turista cuesta poco más de 100 pesos. Casi cinco veces menos que el ómnibus más barato. De allí que, salvo excepciones, no sean justamente turistas los que suben al vagón turista.
Hay tramos del itinerario en que el golpe de los bogies contra las vías maltrechas vuelve difícil incluso permanecer sentado. Esas mismas vías que hace más de dos décadas fueron concesionadas bajo el argumento de que la administración privada es por definición más virtuosa que la estatal. Sin embargo, a uno y otro lado de la gran división, sólo parecen haber prosperado administradores ineficientes, o de eficiencia selectiva, a juzgar por los márgenes de reinversión de los concesionarios privados en la infraestructura ferroviaria de la que se sirven y de la incapacidad de los gobiernos para hacer cumplir la totalidad de las obras comprometidas. Es un secreto a voces: "el negocio grande siempre fue la carga", pero incluso para las compañías extranjeras que tuvieron a su cargo el desarrollo de las líneas de trenes antes de la nacionalización de 1948, renta monetaria y beneficio social corrían juntos, formaban parte de una misma ecuación económica, por cierto, para nada filantrópica. La gran división entre pasajeros y cargas sanciona el desentendimiento del lucro particular con respecto a las responsabilidades colectivas; traza, sobre el mismo par de rieles, la brecha entre los más pobres y los más ricos; delata no sólo la primacía del interés privado por sobre el interés público sino también la acción del Estado, con la anuencia de una parte de la sociedad, en favor de implantar primero, y de sostener luego, ese privilegio.
Hay tramos del itinerario en que el golpe de los bogies contra las vías maltrechas vuelve difícil incluso permanecer sentado. Esas mismas vías que hace más de dos décadas fueron concesionadas bajo el argumento de que la administración privada es por definición más virtuosa que la estatal. Sin embargo, a uno y otro lado de la gran división, sólo parecen haber prosperado administradores ineficientes, o de eficiencia selectiva, a juzgar por los márgenes de reinversión de los concesionarios privados en la infraestructura ferroviaria de la que se sirven y de la incapacidad de los gobiernos para hacer cumplir la totalidad de las obras comprometidas. Es un secreto a voces: "el negocio grande siempre fue la carga", pero incluso para las compañías extranjeras que tuvieron a su cargo el desarrollo de las líneas de trenes antes de la nacionalización de 1948, renta monetaria y beneficio social corrían juntos, formaban parte de una misma ecuación económica, por cierto, para nada filantrópica. La gran división entre pasajeros y cargas sanciona el desentendimiento del lucro particular con respecto a las responsabilidades colectivas; traza, sobre el mismo par de rieles, la brecha entre los más pobres y los más ricos; delata no sólo la primacía del interés privado por sobre el interés público sino también la acción del Estado, con la anuencia de una parte de la sociedad, en favor de implantar primero, y de sostener luego, ese privilegio.
(1) El primer edificio de la estación Sud fue construído en 1884. El actual se inauguró en 1911.
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