No digamos que se acaba, porque es mentira. Acá la pregunta por lo que hacemos es infinita, y cuando parece que se cierra, que se agota, justo en ese momento se vuelve a abrir. Desde hace tiempo venimos buscándole la vuelta a las visitas educativas: cómo reformular nuestro rol de “guías”, cómo activar el cuerpo además de caminar, ver y escuchar, cómo encontrar nuevos modos de diálogo con las chicas y chicos que cada semana llegan hasta acá. Y en eso estamos.
Pero como acá también el tiempo es un bien escaso, este año intentamos la difícil tarea de pensar sobre la práctica en el mientras tanto de la práctica. En los huecos que nos quedaban entre visita y visita, generamos un espacio de formación interna para sistematizar esa reflexión, experimentar otras maneras de moverse por el museo taller y actualizar las preguntas que tal vez están en sus cimientos. Qué es un tren y qué es un trabajador fueron las consignas que ordenaron ese trabajo que algunas mañanas nos hizo abrir todas las puertas y persianas del museo para poner en marcha un tren a soga y otras nos llevó a discutir sobre el momento en que una actividad cualquiera (como barrer o pelar una manzana) se convierte en un trabajo o hasta qué punto un laburo logra marcar no sólo el cuerpo sino también el carácter de quien trabaja.
Contraparte del ejercicio teórico, durante las visitas pusimos a prueba algunas de las ideas o intuiciones que fueron apareciendo para ver cómo reaccionaban con lo que ya hacíamos y con lo que tenemos a disposición en el museo. Nos pusimos el mameluco y acondicionamos un par de valijas con algunos materiales (muestras de cereales en preformas de botellas, cangrejos disecados, trenes y barcos de madera) que llevamos durante el recorrido por si se presenta la ocasión de sacarlos a escena. Mameluco y valija se volvieron las herramientas que permiten que nos presentemos como trabajadoras de este museo y aludir al mundo del trabajo en este ferropuerto, a la vez que habilitan la dimensión del viaje, porque al fin y al cabo hacer una visita a un museo supone de alguna manera viajar. Estos viajes, a su vez, significaron que pudiéramos acompañar los cambios que se llevaron a cabo este año en la muestra del museo, al ponerlos en diálogo con nuestrxs pasajerxs.
El viaje por este lugar contiene tantas estaciones como cosas te despierten curiosidad. Desde este año dejamos “El granero del mundo” parcialmente armado en el SUM para ver si jugando comprendemos cómo es que llega y adónde va a parar todo el cereal que circula por el puerto. Otras, formamos trenes de pasajeros detrás de la locomotora manicera, fuimos hasta el taller Prende a fabricar boletos, contar historias fantásticas y tomar la leche. Y si la mañana estaba linda, disfrutamos de la sombra en las unidades básicas del esparcimiento en la Rambla de Arrieta mientras imaginábamos para qué servirían esos aisladores eléctricos que de lejos parecen torres de platos apilados. Hicimos paradas en los bancos de durmientes para relatar historias del puerto y de la playita del castillo. Subimos a la vieja garita de seguridad de la usina reconvertida en avistadero para mirar el mar más allá del alambrado y llevarnos una panorámica de todo lo que convive con esta usina desguazada.
A lo largo de todos estos meses, pasaron por acá cientos de niñxs, chicxs, jóvenes y abuelxs de muchos barrios de la ciudad y de localidades de la región que nos movieron las estanterías. Ahora ellxs que entraron en el receso estival, en el museo aprovechamos para seguir metiendo la cuchara y revolviendo este asunto de las visitas, a ver si podemos modificar algo del menú para cuando en marzo nos vuelvan a llamar.
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