Es una mañana de calor agobiante, de esas en que te preguntás qué hace abierto un museo, cuando suena el teléfono. Es Juan Carlos Chiarastella, el hijo de Mario. Llama para preguntar si de casualidad nos interesa recibir en donación el cajón de herramientas con el que su padre comenzó a trabajar de carpintero en los Talleres Bahía Blanca Noroeste. ¡Cómo no!
“Me pegás un tubazo y te venís”, me dice, para
estar segura de encontrarlo en casa, porque a veces va al Centro de
Jubilados de los petroleros. Juan Carlos vive en Villa Italia, donde
la toponimia se divierte con el tiempo y el espacio. Su casa queda en la calle Ranqueles,
entre Sócrates y Newton, qué tal.
Tocamos timbre y sale Juan Carlos,
de bermuda de jean, musculosa “recuerdo de Miramar” y alpargatas blancas. Nos
hace pasar al garage, directo a ver de qué se trata la cosa. “Es esto”, dice,
un cajón de madera de 81 x 41 x 30 centímetros, lleno de herramientas. “Mi yerno fabrica muebles, pero estas
herramientas ya no le sirven”. Claro, sierras, cepilladoras y agujeradoras
eléctricas compiten con las garlopas, berbiquíes y mechas de este “kit” de por
lo menos 70 años. Así que para no tenerlas ocupando lugar en su garage, se le
ocurrió que mejor donarlas al museo.
El cajón trae además: un metro plegable y una llave de tubo de la Walworth Company, un cuchillo y una
extraña pieza que servía para afilar los serruchos, una escofina y una escuadra
de metal que Guillermo ya pide llevar al taller, dos martillos y dos formones
muy gastados, dos destornilladores y dos llaves (una probablemente para abrir
el candado que ahora le falta al cajón).
“Lo hago por el viejo”, dice, y en esa frase se
intuye ese instante de decisión en donde lo personal pasa a ser colectivo. Nos
pide que le pongamos una referencia al cajón, un modo de insertar el nombre propio en la
historia común que en este museo vamos construyendo. “Mario Chiarastella” escribió sobre la cinta de papel que pegó en la
esquina del cajón, como para no olvidarnos.
Juan Carlos tiene su propia
política de acopio. Trabajó poquitos años en la herrería de los talleres
Noroeste. Pronto se dio cuenta que lo suyo no eran los rieles sino el
petróleo. Pero el otro día que pasaba por sus ruinas, encontró un pedazo de
ladrillo ennegrecido y se lo llevó a su casa. “Seguro era de la pared donde
estaban las fraguas”.
Como los cuerpos que crecen
cuando reposan, el patrimonio del museo se incrementa en los días apacibles del
verano. Un patrimonio que nunca es sólo un montón de interesantes piezas. El
inmenso cajón vino también con manchas de pintura, un pedacito de hoja de cúter
usada, un poco de viruta y mucho olor a
madera. En el cajón de herramientas de Mario el trabajo todavía se siente.
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