domingo, 16 de abril de 2017

BAILAR EN UN MUSEO



Cuando entran a Ferrowhite, lxs bailarinxs no preguntan ¿Qué hay para ver? sino ¿Esto se mueve?, ¿Cómo se agarra?, ¿Me puedo subir? Cualquier guardian de sala se pone nervioso con visitantes así. Uno los ve encaramarse a una bigornia, convertir una persiana en un caparazón o calzarse una cadena pesadísima a manera de grácil bufanda. Como si sus cuerpos, en lugar de animar las cosas, recibieran su impulso de ellas. Como si todo lo inmóvil encerrara una coreografía, y el arte de bailar consistiera en revelar esa partitura de movimientos secretos. Cada bailarín, sospechamos, tiene algo de sismógrafo. Mantiene alguna clase de conexión con los movimientos recónditos del planeta, con la inercia universal que hace que todo esté desplazándose aún cuando parece quieto. La danza pone a prueba la lógica binaria que organiza los espacios del museo. Pone a jugar al cuerpo ahí donde se supone que sólo hay personas y cosas, público y colección, es decir, sujetos y objetos en sedentaria oposición. Pero el cuerpo -saben los bailarines tan bien como algunos filósofos-, no es exactamente persona ni cosa, sino aquello que, en su ambivalencia, conecta a una con la otra. Cuando bailamos en un museo, ya no somos simples espectadores de los objetos, somos un poco esos objetos y esos objetos pasan a portar consigo algo de lo que somos. Puede que no termines de conocer un museo hasta que no salgas a bailar con él.





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