La cuestión es aprovecharlo. En el museo fabricamos esta súper compostera para convertir en abono el pasto que a diario se corta en el parque de la usina. Acá vendrán a parar la yerba de los mates matutinos y los restos de alguna comilona, para volverse humus de nuestras huertas. Nada nuevo para Ale Gallardo, Gisela López, Caro Pagela y tantas otras mujeres del Prende, que así mejoraron la tierra salada de sus patios, aprendiendo de los más grandes maneras de hacer que parecen prolongar en los barrios un remoto saber campesino.
Si le creemos a Wikipedia, "composta" deriva del
latín "compositus" que significa "poner junto". En esta
figura de lo que fermenta al entrar en contacto y así se transforma en materia
fértil, una pensadora como Donna Haraway invita a imaginar nuevas formas de
relación con el mundo. "Comunidades del compost", las llama, en las
que antes que humanos nos reconoceríamos "terrícolas", seres en
simbiosis con otros bichos, y en las que el suelo ya no sería ese recurso que
algunos se apropian, explotan y agotan en busca de beneficios que se
distribuyen de modo muy desigual, sino un lugar maravilloso y a la vez difícil,
a veces incluso terrible, pero en el que aún serían posibles parentescos
inesperados, lazos de co-creación y co-devenir.
(Sí, en un museo también se lee, y el verano es un momento
propicio para dejar que el gusano de la duda nos coma la cabeza, la pudra y,
con algo de suerte, la fecunde).
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